Resumen: Analizamos lo que denominamos la novela de duelo frente a la novela de memoria histórica. Pese a asumir ambas una posición crítica respecto a la violencia del siglo XX en España, difieren en el modo de lidiar con las pérdidas del pasado. La novela de memoria histórica, influenciada por la internacionalización de los discursos de la memoria y el movimiento memorialista, intenta combatir el olvido impuesto por medio de una recuperación literaria de casos olvidados del pasado. La novela de duelo, en cambio, busca romper con esta dicotomía entre olvido/memoria, entendiendo que las pérdidas del pasado son irrecuperables y que un futuro más justo se conseguirá solo con el reconocimiento del carácter trágico del pasado, más que (re)abrir o cerrar heridas, convivir con éstas, posibilitando también un modo de relacionarnos con otras tragedia que, de otro modo, nos serían ajenas. Como ejemplo analizamos Santo diablo (2004) de Ernesto Pérez Zúñiga.
Palabras clave: DueloDuelo,novelanovela,memoria históricamemoria histórica,guerra civil españolaguerra civil española.
Abstract: We analyze what we call the novel of mourning in opposition to the novel of historical memory. While both assume a critical position with respect to the violence of the 20 th century in Spain, they differ in how they deal with the losses of the past. The novel of historical memory, influenced by the internationalization of memory discourses and movements, seeks to combat the imposed forgetting through a literary recovery of forgotten cases from the past. The novel of mourning, however, seeks to break this dichotomy between forgetting/memory, understanding that the losses of the past are unrecoverable and that a more just future is only achievable by recognizing the past’s tragic nature: more than a (re)opening or closing of wounds, it means living with them, also permitting a way of relating to other tragedies that would otherwise be foreign to us. As an example we analyze Ernesto Pérez Zúñiga’s Santo Diablo (2004).
Keywords: Mourning, novel, historical memory, Spanish Civil War.
Dossiê
La novela de duelo frente a la novela de memoria histórica: Un análisis de Santo diablo de Ernesto Pérez Zúñiga
Recepción: 03 Mayo 2016
Aprobación: 16 Mayo 2016
En los últimos años ha habido una verdadera proliferación de producción cultural relacionada con los temas de la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura. Los distintos escenarios para el renovado interés en dichos momentos históricos van desde la creación artística/representativa en el mundo literario y cinematográfico, pasando por medios de entretenimiento como los videojuegos y teleseries, hasta el mundo académico con numerosos trabajos, monografías, artículos y congresos dedicados al tema. La inundación del mercado de artículos de consumo y la ubicuidad de los temas relacionados con la Guerra Civil en la esfera pública han llevado a muchos críticos a afirmar que vivimos “bajo el imperio de la memoria” o con una “inflación de memoria” ( Juliá, 2006; Rosa, 2007).
Puede resultar una perogrullada empezar un artículo reconociendo por enésima vez la existencia de un boom de la memoria y sus consecuentes debates e influencias en la sociedad. Sin embargo, a pesar de la relegación (o desaparición forzada) de la memoria histórica en el ámbito político español, consecuencia de la crisis económica y del propio gobierno del Partido Popular, propongo aquí, como hace Antonio Gómez López-Quiñones, que más que una saturación de memoria, ha habido y sigue habiendo, en realidad, un déficit de memoria (2012, 88): un déficit en el conocimiento y el recuerdo de los hechos del pasado pero también una carencia de posiciones emocionales/éticas que nos uniesen en el presente con lo ocurrido en el pasado. Afirmamos desde el análisis filológico y cultural que, pese a esa sensación de hastío que puedan sentir algunos lectores o personas indiferentes y ajenas al auge del género guerracivilista, necesitamos más novelas que traten los temas de la Guerra Civil, la memoria, que sean diferentes en su planteamiento, que sean mejores.
También es verdad que hablar del boom de la memoria y la necesidad de más producción literaria puede resultar un tanto contradictorio si tenemos en cuenta que el producto en sí se reduce, antes que nada, a su valor económico y está regido por unas leyes de mercado cuyo modus operandi es antitético a la recuperación/elaboración del pasado, ya que el artículo de consumo funciona a base del continuo reemplazo de lo viejo por lo nuevo. Dicho de otro modo, no se puede subestimar el valor comercial a la hora de hablar sobre los efectos de una literatura sobre la Guerra Civil cuando “la capacidad para producir dividendos y ganancias es bastante mayor que su potencial para determinar ciertas políticas que retroactivamente deparen algún tipo de justicia a ciertas víctimas” ( Gómez López-Quiñones, 2006, 15). Dicho esto, es preciso señalar otra advertencia ofrecida por Sebastiaan Faber en un reciente artículo en el que plantea unas preguntas generales y observaciones críticas sobre la naturaleza de muchos estudios filológicos sobre la literatura de la Guerra Civil: al analizar una novela contemporánea, por ejemplo, para entender la evolución social o política de la memoria en España, “¿no nos permitimos confundir el efecto potencial de un texto con su efecto real?” (2014, 141). Faber admite que en pocos casos, como es el de Soldados de Salamina y su excepcional éxito, no nos equivocamos cuando hablamos de un efecto real en la sociedad producido por la publicación de una novela. Sin embargo, muchas veces “sobrevaloramos crónica e injustificadamente la importancia de la literatura” en el caso de España (ídem).
Sin olvidarnos de las advertencias de Faber, proponemos aquí desde el análisis filológico y cultural, si se nos permite la alusión, otra maldita categoría de novela sobre la Guerra Civil: la novela de duelo. Es nuestra pretensión que nos sirva de modelo no solo de cómo combatir el olvido a través de la novela sino también de cómo poder relacionarnos con ese pasado desde un presente que se encuentra cada vez más alejado temporalmente (pero también en algunos casos geográfica y culturalmente) del pasado y los acontecimientos violentos del siglo XX en España, que en la mayoría de los casos ya no nos son propios y cuyos traumas no pueden ser digeridos o asumidos sino de forma vicaria.
Para definir el lugar y las características de la novela de duelo en el caso español, la posicionamos frente a la novela de memoria histórica, siendo ambas clases de novelas respuestas a los susodichos aspectos que condicionan nuestra realidad actual. A nuestro entender, constituyen dos modos distintos de concebir nuestra posición en el presente respecto a las pérdidas y violencia del pasado; se diferencian en su entendimiento de la naturaleza del pasado y cómo este se puede (o debe) integrar en la narrativa, su entendimiento de la justicia y cómo se puede aspirar a ella a través de la narrativa. Como expondremos ahora, la novela de memoria histórica busca saldar ese déficit de memoria mediante la recuperación de historias y figuras olvidadas, desconocidas o ignoradas a través de la obra literaria y así actualizar la memoria histórica colectiva. Por otro lado, la novela de duelo, como veremos más adelante en el análisis de Santo diablo de Ernesto Pérez Zúñiga, se enfrenta a ese déficit buscando proporcionarnos no con datos fácticos perdidos del pasado sino con un modo de repensar nuestra conexión con el pasado violento desde el presente a pesar de la distancia temporal.
Lo que aquí denominamos novela de memoria histórica engloba buena parte de las novelas escritas desde el inicio del siglo XXI sobre la Guerra Civil. Se trata de novelas escritas sobre todo por autores de segunda o incluso tercera generación que no vivieron la contienda de la guerra, los años más cruentos de la posguerra o incluso la dictadura franquista. Al tratarse, por tanto, de una generación de posguerra, posdictadura, se podría hablar de una novela de posmemoria, término acuñado por Marianne Hirsch que se refiere a la respuesta por parte de generaciones subsiguientes a los traumas pasados de la primera. De este grupo de escritores de posmemoria, se ha escrito que sus obras están llenas de “reivindicaciones específicas y una sensibilidad muy diferente a la de generaciones anteriores ( Peris, 2011, 37).
Entendemos la novela de memoria histórica como producto de su tiempo: un momento histórico marcado por la internacionalización de las nociones de memoria colectiva y justicia transicional, las cuales han influenciado buena parte de la actual generación de escritores a la hora de asumir una mirada más crítica del siglo XX en España bajo el imperativo moral de cuestionar aspectos no solo de la Guerra Civil y la dictadura sino también de cómo se ha gestionado y heredado lo que Ricard Vinyes llama “la buena memoria” del Estado, que establecía desde arriba para abajo cómo se iba a formar esa memoria e historia oficiales (2009, 25). En el caso de España, la influencia de la internacionalización de estos discursos se evidencia en la incorporación en el espacio público de términos y conceptos que, hasta hace poco, se habían limitado al contexto de otros países en transición (Argentina o Sudáfrica): desaparecido, expropiación de niños, crímenes de guerra, comisiones de la verdad o incluso genocidio o holocausto. En palabras del sociólogo uruguayo Gabriel Gatti, la importación de estos términos ha hecho que “un viejo problema español se ve[a], de repente, incluido en una categoría universal” (2012, 212). Además de disponer de un nuevo vocabulario internacional para interpretar, entender y expresar los acontecimientos violentos propios, en España los primeros años del siglo XXI también vieron nacer grupos de ciudadanos y activistas, como la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica o la red del Foro por la Memoria. Por último, podemos entender las dos medidas legales de los primeros diez años del siglo XXI (la llamada Ley de Memoria Histórica y el auto del juez Garzón) como “una fusión de memoria, ley, ética, política de partidos, crítica cultural de la Transición, [...] que ha redimensionado la tarea política en el período democrático” ( Gómez López-Quiñones, 2011, 112).
Este es el ambiente socio-político en el que nace la novela de memoria histórica; una narrativa que se construye como un comentario, un debate y un cuestionamiento de los procesos sociales en lo que Hans Lauge Hansen llama “una mímesis de la memoria cultural” (2012, 89). La novela de memoria histórica, tan influenciada por esa memoria cultural, tiene como su objetivo educar, esclarecer, arrojar luz sobre aquellos episodios, personajes, acontecimientos olvidados, borrados o ignorados de la memoria colectiva: corregir ese déficit de memoria a través de la recuperación de figuras e historias perdidas que sirven para actualizar la memoria colectiva actual. Sobre el porqué de tanto deseo de consumir este tipo de literatura sobre la Guerra Civil, Isaac Rosa escribe que “si buscamos esas claves en la ficción, es seguramente porque no las encontramos en otros espacios” (en Becerra Mayor, 2015, 12). La recuperación de historias y figuras en la novela surge a partir de una obligación moral por parte de los autores, para quienes más que contar algo sobre el pasado a través de la ficción, se trataría de hacer que lo perdido se oiga, se consuma.
María Corredera González escribe que las novelas de los últimos años surgen de “la responsabilidad de desenterrar las calaveras [...] que denuncian la verdad silenciada de la historia” y que rescatar implica “dar la palabra a voces silenciadas por la historia” (2010, 20). Asemejar las exhumaciones reales y las literarias no es casual: como las numerosas exhumaciones llevadas a cabo por grupos como la ARMH y otros, la novela de memoria histórica a través de sus páginas deviene un receptáculo para los restos de las historias olvidadas. El resultado es una narrativa inextricablemente fusionada con la Historia en la que los autores se vuelven partícipes íntegros de la recuperación de la memoria histórica y asumen el curioso papel de unos historiadores dotados de la libertad creativa intrínseca a la literatura. De pronto, el acto de escribir (y de leer) se ha convertido en un acto de recuperación y de salvación del olvido, lo que Becerra Mayor describe como “la muerte hermenéutica” (2015, 312). Para las historias y personas desconocidas e ignoradas del pasado, perdurar en el olvido hace que los crímenes y privaciones sufridas se vuelvan a repetir continuamente hasta encontrar paradero en la narrativa.
Aunque sí es verdad que dentro de lo que llamamos novela de memoria histórica existe una diversidad en cuanto a forma y estilo, insistimos en usar este nombre para referirnos a aquellas novelas que recuperan algún episodio, grupo o figura del pasado, no conocidos o poco conocidos: los bebés robados en Mala gente que camina (2006) de Benjamín Prado; la mujer republicana represaliada y las cárceles franquistas en La voz dormida (2002) de Dulce Chacón; los topos en La mala memoria (1999) de Isaac Rosa; el republicano exiliado que luchó fuera de España en la Segunda Guerra mundial en Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas; la desaparición de José Robles en Enterrar a los muertos (2005) de Ignacio Martínez de Pisón; el expolio de tierras en El corazón helado (2007) o la Operación Reconquista de España en Inés y la alegría (2010) de Almudena Grandes; o la masacre de la carretera de Málaga-Almería en La desbandá (2008) de Luis Melero. Además, la novela de memoria histórica suele contar con alguna clase de notas o apuntes de investigación, referencias historiográficas, o incorporados dentro del texto mismo o en la forma de un prefacio, una página de agradecimientos o una bibliografía. En muchos casos, esta incorporación surge a partir de una “preocupación por mostrar el origen de la información, explicarle al lector cómo, quién, dónde y para qué se logra un determinado dato posteriormente incluido en la trama”: como afirma Antonio Gómez López-Quiñones, “nunca la ficción ha parecido tan historiográfica” (2006,16).
Nos dice Dulce Chacón de La voz dormida que “surge de una necesidad personal de hace mucho tiempo, de conocer la historia de España que no me contaron, aquella que fue censurada y silenciada” (en Corredera González, 2010, 137). Para los novelistas que se ven obligados a emprender la admirable tarea de (re)contar algo poco (o nada) conocido del pasado, el acto de incluir a las diferentes víctimas de la Historia como objetos de la narrativa convierte los actos de escribir y leer en un acto de reconocimiento y conmemoración para corregir, en la medida posible y permitida por los medios literarios, los errores de haber ignorado u olvidado historias enteras del pasado y de impedir la muerte hermenéutica. Se podría decir pues que la novela de memoria histórica constituye un modo de asumir ese imperativo lanzado por Julia Conesa, una de las Trece Rosas, quien escribió una carta dirigida a su madre antes de su fusilamiento en la que pide “que [su] nombre no se borre en la historia” (Chacón, 2002, 220).
Queremos señalar que la novela de memoria histórica y la novela de duelo no son géneros antitéticos ni categorías intrínsecamente en desacuerdo; ambos tipos de novelas comparten, en realidad, algunos rasgos y características. Sin embargo, y sobre todo, la novela de memoria y la de duelo se diferencian en su planteamiento de la relación del presente con la Historia, de cómo podemos acercarnos a las tragedias del pasado a través de una obra literaria. Hemos insistido en que la novela de memoria concibe la historia desconocida u olvidada como algo perfectamente recuperable e integrable a la narrativa; la literatura se entiende aquí como una herramienta para la recuperación de la memoria desde el presente, fruto de las fuerzas y discursos socio-políticos, un reflejo de la conceptualización actual de la memoria y cómo nos afecta en el presente.
La novela de duelo, por otro lado, surge a partir de otro tipo de reacción frente a las condiciones y discursos socio-políticos antes mencionados. La diferencia radica sobre todo en un planteamiento distinto en cuanto al carácter de la recuperabilidad de la historia a través de la narrativa. La novela de duelo no está concernida por descubrir y revelar qué pasó a través de sus páginas, sino por las preguntas de cómo, después de tantas décadas, puede seguir habiendo generaciones que se ven afectadas por la violencia del pasado y cómo pueden estas generaciones afrontar ese pasado desde el presente, sobre todo cuando se trata de generaciones que no vivieron la contienda de la guerra, los años más cruentos de la dictadura o los últimos años del franquismo, y que solo cuentan con una herencia compuesta de silencios, verdades a medias, fragmentos o restos.
La noción de justicia, punto catalizador para la novela de memoria histórica, está muy presente también en la novela de duelo, aunque de modo diferente. Si la novela de memoria entiende la justicia como objetivo alcanzable a través del reconocimiento y descubrimiento de historias de víctimas poco conocidas o desconocidas, la novela de duelo entiende que un acontecimiento histórico no se concluye ni se supera con el reconocimiento legal, el establecimiento de quién es víctima o la compensación monetaria. La novela de duelo busca un modo narrativo que transcienda las definiciones jurídicas y legales de lo que es la justicia y que centre el por qué, cómo y de qué modo las historias de pérdida del siglo XX en España pueden ocupar hoy en día un lugar en el presente, a pesar de la distancia temporal entre pasado y presente y los huecos, ausencias y preguntas sin contestar: la novela de duelo entonces constituye un testimonio de la (in)capacidad de afrontar ese pasado desde el ahora. A continuación, nos detendremos primero en los orígenes freudianos del concepto de duelo para después ver cómo se han aplicado estas ideas al ámbito de la literatura. Acabaremos citando ejemplos de la novela Santo diablo (2004) de Ernesto Pérez Zúñiga como un ejemplo de la novela de duelo.
Si hablamos de duelo, hay que recurrir a varios textos de Freud, principalmente “La transitoriedad” (1916), “Duelo y melancolía” (1917) y “El yo y el ello” (1923), en los que el psicoanalista distingue entre un proceso sano (el duelo) y uno patológico (melancolía). El duelo se refiere al proceso por el que el sujeto doliente ha de pasar una vez que este se percata de la ausencia definitiva de su objeto afectivo; cabe señalar que Freud afirma desde los inicios de sus teorías sobre el duelo y la melancolía que la pérdida del objeto de deseo se puede referir a la muerte de un ser querido o también a la pérdida de una abstracción como la libertad, un ideal, etc. Una vez consciente de esta ausencia, la libido busca desprenderse de cualquier vínculo con el objeto perdido, bien sean recuerdos o cualquier asociación emotiva, independientemente de la naturaleza conflictiva y violenta que pueda suponer esta separación. El proceso de duelo se lleva a cabo una vez la libido sea capaz de desligarse de todo vínculo y posteriormente proyectar su deseo en otro objeto que compense la pérdida original; en el caso de no poder hacerlo, el sujeto caería en la melancolía o, según las primeras ideas de Freud, un proceso de duelo frenado patológico 1.
El resultado de la economía freudiana del duelo es reducible entonces al momento de la transacción sustitutiva, que condiciona la realización exitosa del proceso de duelo a la consolación en forma de un objeto sucedáneo. Según Tammy Clewell en Mourning, Modernism, Postmodernism, el paradigma consolatorio refleja un entendimiento del pasado como algo necesariamente a superar para asegurar el progreso. Según sugiere Clewell, las mismas reglas que rigen la superación de pérdidas, a través del reemplazo y el olvido final, son iguales que las leyes del mercado, que operan conforme una lógica sustitutiva y metafórica en la que el pasado ha de ser considerado obsoleto y borrado para dar paso a algo nuevo: “consolatory paradigms express a bourgeois ideology: one that both reinforms a capitalist status quo and facilitates the forgetting of lost others and lost histories by insisting on closure” (2009, 3). Este paradigma consolatorio, en el que prima la visión del pasado como algo cerrado y superable, es sugerente cuando hablamos de la memoria y de cómo el pasado nos afecta en el presente. En el caso de España y la Transición, la modernización y el proyecto democrático parecían implicar irremediablemente una ruptura con el pasado y una determinación de no dejar que éste influyera demasiado en el presente ( Labanyi, 2007).
La visión consolatoria del duelo aplicada al ámbito literario resulta un tanto problemática: Clewell nos advierte de que entender el producto literario como reemplazo de otro objeto despierta ciertas sospechas éticas, ya que esta visión le resta unicidad al ser querido difunto. Esta advertencia es especialmente pertinente en el caso que aquí nos concierne, ya que las pérdidas que tratamos son colectivas (víctimas de la guerra, víctimas de la represión franquista, etc.) y abstractas (pérdida de derechos y libertades, de ideales, de bienes) y porque los autores en cuestión no vivieron las épocas sobre las que escriben y por tanto las pérdidas que reconocen y buscan tratar a través de su obra son pérdidas heredadas. Sam Durrant aborda esta problemática en su trabajo sobre la novela poscolonial y el trabajo de duelo en el que plantea algunas preguntas fundamentales sobre el papel de la literatura en el duelo: primero, ¿deben los novelistas poscoloniales (o, en el caso de España, novelistas de segunda o tercera generación), que se encuentran alejados temporalmente del momento de la tragedia, seguir el ejemplo del psicoanalista y buscar catalizar a través de su obra un proceso de duelo que lleve a la superación a través del reemplazo? Y segundo, ¿pueden los novelistas ofrecer un modo de cerrar el pasado y sanar al sujeto doliente que es, en este caso, una sociedad colectiva o al menos una parte de ella?
A las preguntas planteadas por Durrant sobre el papel de la literatura y el duelo podemos responder que el deber de la literatura no es el mismo que el del psicólogo o el psicoanalista: adhiriéndonos a la advertencia de Clewell, no entendemos la literatura como una fuerza que pueda (o deba) ofrecerse como sustituto de las pérdidas del pasado, ya que esto implicaría la superación total de la pérdida y la negación de la unicidad original de todo aquello que se perdió. Hemos de buscar, entonces, un modo de inscribir la literatura dentro de una narrativa del duelo que no pretenda consolar o curar.
Clewell propone en este sentido una nueva visión del proceso de duelo que dista de las ideas originales de Freud (negación-sustitución-consolación) 2. La propuesta de Clewell entiende la literatura como partícipe de un proceso de duelo que rechaza toda forma simbólica de consolación, las fuentes de sentido religiosas, filosóficas y culturales que siempre han prometido la liberación de la aflicción y del duelo, las cuales han tomado diversas formas en el siglo XX: “the conception of death as the great social leveler, the religious doctrine of the soul’s immortality, the idea of nature as a cycle of decline and rebirth, and, perhaps most significantly, the notion of literature as an aestheticization of loss” (2009, 3). Según esta visión que Clewell llama “ongoing mourning”, la labor del duelo deja de ser un proceso fijo con el fin de romper con las ataduras del sujeto con su objeto para superar su pérdida y deviene un proceso que pretende sostener la pérdida. Lo que Clewell llama “ongoing mourning” o “sustained remembrance” es reminiscente de la distinción que hace Durrant: “successful mourning enables the past to be assimilated or digested; one remembers in order to be consoled, ultimately in order to forget. By contrast, true mourning confronts an indigestible past, a past that can never be fully remembered or forgotten” (2004, 31).
La novela de duelo refleja esta noción de true mourning, ofreciéndose como modo de enfrentar un pasado que nos es heredado, un pasado imposible de recordar pero también de olvidar. Durrant se hace eco de esta misma idea distinguiendo entre el duelo para el individuo y para el colectivo, aplicándola al ámbito literario: “For the individual, mourning would seem to be a process of learning how to bury the dead, how to attain what analysts refer to as ‘symbolic closure.’ For the collective [...] the possibility of a just future lies in our ability to live in remembrance of the victims of injustice” (2004, 8). La literatura convertida en un acto de conmemorar las injusticias y tragedias del pasado constituye un intento paralelo de conjurar a los muertos a la vez que enterrarlos.
Este eterno acto de conmemoración al que autores y lectores por partes iguales están llamados a acudir reside principalmente en conseguir a través de la narrativa una mímesis de la tragedia que retrate no solo el dolor de un pasado violento sino también nuestro estado de afectados por la historia pese a la imposibilidad de acercarnos del todo al vacío dejado por dicha tragedia. La novela de duelo, entonces, “is confronted with the impossible task of finding a mode of writing that would not immediately transform formlessness into form, a mode of writing that can bear witness to its own incapacity to recover a history” ( Durrant, 2004, 6). El lugar de enunciación de la novela de duelo se encuentra entre dos fuerzas igual de intensas: entre el imperativo de enfrentar el pasado, cuestionando los fundamentos injustos del presente, y la inhabilidad de desenterrar el pasado del todo.
En su análisis de las narrativas sociales en Argentina y Uruguay, Gabriel Gatti describe lo que denomina “las narrativas de la ausencia de sentido”, que son aquellos discursos que “hacen explícito que ése y no otro –la catástrofe– es el lugar de enunciación desde el que se constituyen y que asumen que, aunque sea un lugar difícil de decir, desde él se puede hablar” (2012, 147). Mientras la novela de memoria histórica “procura la compensación de la catástrofe”, las narrativas de la ausencia de sentido encaran “el trauma como un espacio también habitable” en el presente (ídem: 168). Para la novela de memoria histórica, la falta de conocimiento o memoria sobre algún episodio olvidado o poco conocido de la historia requiere trabajo y redención; para la novela de duelo el mero hecho de heredar un pasado incompleto, lleno de vacíos sobre la verdad histórica y la comprensión de que nunca se podrá recuperar del todo constituye en sí un trato necesario a través de la novela.
En el caso español, la novela de duelo no constituye una conexión directa con la Historia, sino un modo de relacionarnos con esa historia: el trabajo de duelo en la novela consiste no en la recuperación fáctica de la historia, o en la recuperación psicológica de los traumas del pasado, sino en la insistencia de que permanecemos siempre inconsolables ante la historia ( Durrant, 2004, 24). El poeta Carlos Piera se hace eco de esta idea en la cita que sirve como epígrafe de la novela de Alberto Méndez Los girasoles ciegos, que aquí citamos porque resume, a nuestro entender, la función de la novela de duelo:
Superar exige asumir, no pasar página o echar en el olvido. En el caso de una tragedia requiere, inexcusablemente, la labor del duelo, que es del todo independiente de que haya o no reconciliación y perdón. En España no se ha cumplido con el duelo, que es, entre otras cosas, el reconocimiento público de que algo es trágico y, sobre todo, de que es irreparable. [...] El duelo no es ni siquiera cuestión de recuerdo: no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto, un recuerdo que puede ser doloroso o consolador, sino a aquél en que se patentiza su ausencia definitiva. Es hacer nuestra la existencia de un vacío.
(Piera en Méndez, 2004, 9)Como sugiere Piera, el trabajo de duelo a través de la literatura consiste en hacer que la novela se construya sobre el vacío, capaz de reflejar la irreparabilidad y el carácter trágico del pasado y cómo estamos unidos a él hoy en día.
Entre las numerosas novelas que han aparecido desde finales de los años noventa, señalamos Santo diablo (2004) de Ernesto Pérez Zúñiga como ejemplo de novela de duelo. Igual que posicionamos la novela de Pérez Zúñiga frente a la novela de memoria histórica, el propio autor escribe en la revista El rapto de Europa que su novela surge como reacción al “fenómeno comercial” que estaba tan presente en todas las librerías del momento: “sentí que la novela que tenía dentro acerca de la guerra civil debía alejarse lo más posible de aquel modelo” (2010, 57). A nuestro entender, Santo diablo desempeña la función de novela de duelo gracias, sobre todo, a su modo de relacionar el presente y el pasado, su reconocimiento del pasado como un acontecimiento trágico que transciende no solo los límites familiares o políticos, sino también temporales y generacionales, siempre haciendo patentes el vacío y la noción de irrecuperabilidad que caracterizan nuestro estado de inconsolables ante la historia.
La novela de Ernesto Pérez Zúñiga presenta una visión de los años previos a la Guerra Civil como un conflicto que solo resulta en desolación, destrucción y derrota. Principalmente narrada en tercera persona y desde el presente (aunque esto no lo descubrimos hasta los últimos capítulos), la novela cuenta el conflicto que tiene lugar en un pequeño pueblo andaluz entre jornaleros y las fuerzas reaccionarias de los terratenientes, la guardia civil y la iglesia. A diferencia de la novela de memoria histórica, apenas hay referencias históricas, aunque en el caso de Santo diablo se deja entender que se trata de los últimos años de la Segunda República antes de la sublevación militar. Pese a ser, en palabras del propio autor, una novela sobre la Guerra Civil, la novela “se inspira en las condiciones sociales y en los personajes que protagonizaron o precedieron, décadas antes, nuestra Guerra Civil” (2010, 57). Santo diablo presenta una visión maniquea de los hechos ocurridos en aquel pueblo inventado llamado Vulturno, pero un maniqueísmo llevado a una extrema exageración que a veces roza lo cómico: por un lado las fuerzas lideradas por el terrateniente ultracatólico, Luis Sánchez de León y Bontempo, que exige que se le dirija como Amo, en connivencia con la iglesia e incluso con fascistas italianos, quienes han ido a Vulturno expresamente para sofocar la inevitable rebelión de los jornaleros; por otro lado están los braseros, obreros analfabetos, que viven en la más abyecta miseria, pero versados en una retórica libertaria gracias a los esfuerzos de unos cuantos intelectuales que se encuentran entre ellos, entre los que está el protagonista Manuel Juanmaría.
A través de una prolepsis, el narrador revela en el primer capítulo que el Amo ya dispone de innumerables armas y los medios para aniquilar a los que se han rebelado: sabemos, pues, desde el principio, que se trata de una tragedia. A continuación, la narración se centra en los dos grupos, sus líderes y los acontecimientos que llevan a la eventual toma del santuario de la zona por parte de los jornaleros. Durante la narración del trascurso de los acontecimientos, el narrador también describe la historia del pueblo de Vulturno y las zonas y los pueblos colindantes, siempre inscribiendo el episodio violento del levantamiento de los braseros y la consecuente represión por parte de las fuerzas que mandan dentro de un marco histórico más amplio que abarca una historia repleta de rebeliones, conquistas, reconquistas y violencia. Según nos cuenta el narrador, la ciudad de Vulturno es: “Romana, mora, judía y, durante los últimos siglos, católica, [...] es una ciudad blanca bajo el fuego del verano” ( Pérez Zúñiga, 2004, 13) 3. Además, el narrador nos explica que en los alrededores del pueblo están las ruinas del antiguo pueblo romano, Ambusta, que también fue testigo de episodios traumáticos y violentos: “la colina romana de Ambusta cien veces quemada” (SD, 76). Referencias a estas ruinas que son un escenario más para la acción de la novela aparecen varias veces a lo largo de la novela, igual que varias referencias a las iglesias y la catedral de la zona, “construida sobre la antigua mezquita” (SD, 25).
No son solo los lugares que están construidos sobre civilizaciones conquistadas y desaparecidas: la misma lucha de los jornaleros por ganar derechos se presenta como un capítulo más de una historia larga de lucha y sufrimiento. Los diferentes grupos históricos que disputaban su derecho de controlar esas tierras y los consecuentes saqueos y quemas surgían siempre de una lucha de poderes:
se quemaban una y otra vez los usos de la sociedad que habitaba Ambusta, con la civilización que heredaba. Las llamas que lamían el teatro, el foro, los graneros, eran lenguas que hablaban fuego para decir que todo aquel vivir de hombre no era más que injusticia en la desigualdad y falta de libertad en el poco poder de unos frente al inmenso de otros
(SD, 77).La inscripción de la tragedia del siglo XX que cuenta la novela dentro de una tragedia histórica y más amplia resulta en una visión benjaminiana de la historia: tragedias amontonadas encima de tragedias. José Cid, el cuñado del protagonista Manuel Juanmaría (líder de los jornaleros), vive en una cabaña construida en el monte, fuera del pueblo. El narrador revela que al construir su casa en tierras arrendadas a los Sánchez, José Cid “había encontrado gran cantidad de trigo quemado en la tierra removida,” producto de las varias quemas de los campos que tuvieron lugar a lo largo de los siglos e indicación de la construcción sobre restos, ruinas y fragmentos del pasado (SD, 78). La misma tierra que da vida “no conoce los antaños sino un continuo presente de materias perecederas”, donde “lagartijas, serpientes y lagartos calentaban su sangre sobre los cráneos de piedra y de ellos también se seguía evaporando el clamor de todos los acontecimientos perdidos: el bullicio de la antigua ciudad, la pasión y muerte de cada uno de los habitantes” (SD, 85, 87).
La insistencia del narrador de no dejar que el lector olvide que los cimientos de todos los edificios y el suelo mismo existen sobre vidas e historias pasadas une el presente al pasado. Pero esto ocurre a la inversa también, es decir, el pasado irrumpe en el tiempo de lo narrado en la aparición de fantasmas que vuelven y fuerzan su presencia en el presente. El narrador menciona los fantasmas que aparecen, sobre todo, alrededor de esas ruinas de la ciudad antigua de Ambusta, una zona que produce escalofríos “donde todo el aire es presencia de difuntos” (SD, 149). El cuñado de Manuel, José Cid, quien vive cerca de las ruinas, dice que se trata de fantasmas romanos, y “no los moros” que dice su mujer, “que se murieron apagando el granero sobre el que tuve la mala sombra de edificar esta choza” (SD, 91). Según dice José Cid, los fantasmas vuelven a “jorobar” porque están inquietos: “Mira esos muertos. Mira qué mal llevan el más allá, qué intranquilos están, como buscando algo que nunca encuentran” (SD, 93).
Esta confusión de los fantasmas que vuelven en busca de no se sabe qué, víctimas de las luchas e injusticias de su época, se extrapola a la situación de los jornaleros que se rebelan contra su amo. Este presente, este hoy construido sobre antiguas civilizaciones y que viene a ser intervenido por los fantasmas resulta en una pregunta hecha por el narrador mismo:
tejados construidos por manos árabes, judías, cristianas, todas trabajaron el mismo día inmóvil para cobijar destinos diferentes, creencias y costumbres que les condenarían a una guerra continua contra sí mismos, y contra sociedades que albergan la semilla guerrera de otras costumbres y creencias. ¿Eso era el ayer, el hoy, el continuo mañana, mañana?
(SD, 191-192)Además, esta sensación de un presente que está intrínseca e integralmente vinculado al pasado y la esquizofrenia resultante solo aumenta a través de las roturas e interrupciones que ocurren a lo largo de la narración y la inclusión de textos ajenos a la narración. Primero está la prolepsis del primer capítulo que revela que la historia que se está por contar es una tragedia. Por otro lado, está el capítulo de un supuesto libro de historia, editado y publicado por una editorial local en el que el cronista de la ciudad de Vulturno narra los acontecimientos relacionados con la ejecución de Manuel Juanmaría y sus últimos días. Hay que señalar también los cambios en la narración de tercera persona a primera persona que ocurren a lo largo de la historia. Estos pequeños giros aparecen sin previo aviso y se mantienen a lo largo de uno o dos párrafos, solo para luego volver a tercera persona. Luego está el último capítulo que, en tercera persona, narra la salida del pueblo del cadáver de Manuel Juanmaría tras su fusilamiento. La narración es interrumpida e intercalada por la carta escrita por Juanmaría y dirigida a su esposa en la que se despide. Estos cambios y la inclusión de otros textos dentro de la novela misma le dan al lector una oportunidad de ver las cosas desde otra perspectiva, pero el resultado más remarcable es la sensación de una narración polifónica, fragmentada o contradictoria que refleja nuestra posición en el presente de estar ante varias interpretaciones y modos de ver el pasado y de nuestra incapacidad de saber a ciencia cierta todos los detalles sobre, por ejemplo, un personaje o un acontecimiento concreto de la historia.
En toda esta diversidad de narración hay que destacar el penúltimo capítulo en el que el narrador de la novela se identifica como el bibliotecario de la siempre desierta biblioteca del pueblo de Vulturno y nieto de dicho cronista de la ciudad de Vulturno. En este capítulo, el narrador explica su intención de revelar la historia de su pueblo desde “el afecto por la verdad” y de aclarar lo que su abuelo, el cronista de la ciudad, se calló sobre la historia de Manuel Juanmaría y el levantamiento de los jornaleros (SD, 390). Y sin embargo vemos como el narrador, pese a poder nombrar las personas con las que contó para reconstruir los hechos, tiene que recurrir a la presuposición, la inferencia, evidenciado por el uso en este capítulo de enunciados y adverbios como “por lo visto”, “según dicen”, “supongo”, “quizás”, etc. Cuando nos relata las visitas que Juanmaría supuestamente recibió en la cárcel durante sus últimos días, el narrador incluso nos ofrece su interpretación personal sobre lo que podía haber pasado: “Me gusta pensar que algunas madres le regalaron una ristra de chorizos [...] que Juanmaría, a estas alturas de su vida, cerca la cima de su muerte, acogería ahora con especial agradecimiento” (SD, 391-392). Por último, el narrador incluso pone en duda la muerte de Juanmaría al contar otra entrevista que realizó:
María, la hija del extravagante José Cid, mantiene que Manuel murió de aquel disparo al corazón. Sin embargo, luego me habló de Francia y de otras cosas difíciles de creer que conciernen al futuro de aquella época, pero que tendrán que esperar a otro momento según me ha sido dicho y según ese afecto por la verdad del que he hablado antes
(SD, 392-393).Muy característico de la novela de duelo, como lectores nos enfrentamos a un narrador que, pese a su deseo de alcanzar la verdad, dista mucho de ser un testigo fiable al cien por cien de los hechos, que recurre a la presuposición, la inferencia o la invención. De este modo se manifiesta esa incapacidad de recuperar del todo los acontecimientos del pasado: por mucho que lo intentemos siempre nos vamos a topar con vacíos, narraciones fragmentadas y polifónicas que son propios de una tragedia, guerra e injusticias pasadas.
Ante nuestra imposibilidad de recuperar el pasado y reemplazar lo perdido del pasado, la novela de duelo nos deja siempre abiertos a ser afectados por todo sufrimiento injusto. En el mismo capítulo fechado en mayo del 2003, el bibliotecario también admite haber incluido en la novela la única nota bibliográfica en la que explica los orígenes del mismo santuario que es tomado por los jornaleros y objeto de tanta adoración por parte de los más fieles, entre los cuales están las fuerzas antagónicas fascistas. El narrador nos dice de la iglesia que su estatus como lugar de culto se remonta a la época íbera, antes de la invasión árabe, y que, a pesar de su larga historia, su origen como santuario religioso no católico no es de conocimiento común. El bibliotecario dice que ha incluido la información sobre la iglesia en el texto porque él sí conoce su historia y porque es el guardián de esa información: “y así será mientras los que quieren ocultarlo no quemen mi Biblioteca como han hecho con la de Bagdad.” (SD, 390). Esta referencia a la tragedia de la quema de la Biblioteca nacional y archivo de Irak, ocurrida en abril del año 2003 durante las primeras semanas de la invasión liderada por Estados Unidos pero de la que España también formó parte, extiende este vínculo entre las catástrofes de las conquistas y reconquistas y la Guerra Civil a conflictos contemporáneos. Tampoco es casual la decisión de incluir la quema de la biblioteca como referencia de una tragedia nacida de la violencia contemporánea, ya que es solo otro ejemplo más del leitmotiv del fuego, la quema, como el mismo nombre del pueblo: el presente se construye sobre las cenizas y restos quemados del pasado. Y así se cierra la novela, con fuego: del cigarro tirado del sepulturero que lleva el féretro de Juanmaría se incendian la hoja muerta y las ramas secas, un incendio que se va propagando y consumiendo todo.
La novela de Pérez Zúñiga es una encrucijada no solo de distintos puntos de vista y tipos de narración, sino de distintos tiempos, un espacio en el que el pasado y el presente e incluso el futuro están enlazados, resultando en una especie de determinismo histórico:
los acontecimientos ya no tienen remedio y han mordido a su modo el disco de la Historia, ese objeto que en alguna época venidera estará medio enterrado en la arena de un desierto sin hombres, lanzado por un discóbolo en cuyo corazón laten todos los muertos de las civilizaciones humanas
(SD, 96).Hablar de la guerra civil española requiere hablar de otras guerras pasadas, los fundamentos injustos del pasado sobre los que está construido el presente y, necesariamente, las injusticias que se cometerán en el futuro: al remover la tierra, siempre daremos con cenizas que, nos guste o no, seamos conscientes de ello o no, nos conciernen, nos incumben. Así lo resume el propio autor en unas reflexiones sobre su propia novela: “Me hice novelista con Santo diablo justo porque necesitaba explicarme, imaginar y contar una historia que, sin haberla vivido formaba parte de mi herencia tanto como el idioma con el que hablo y escribo.” (2010, 58).
Conclusiones
La visión de la novela de duelo que proponemos es de una narrativa que no busca rectificar las injusticias del pasado ni ofrecer un sustituto que compense las pérdidas del pasado a través de un progreso en el conocimiento. No se trata de un testimonio de las atrocidades del pasado; la novela de duelo se concibe como un ejercicio de dar testimonio de cómo las pérdidas, las historias olvidadas y la violencia del pasado nos afectan hoy en día en el presente. Se trata de un duelo que resiste cualquier sustitución simbólica y que, en vez de buscar restitución, permanece perpetuamente abierto y atento a los susurros e inquietudes más sutiles que vuelven del pasado. Cuando una novela propone rememorar esa irrecuperabilidad de las pérdidas de la Historia, fijando esa noción en el tiempo presente, no se trata desde luego de un (re)abrir de viejas heridas, pero tampoco de cerrarlas; si el objetivo fuera cerrar heridas, correríamos el riesgo de que se volvieran a abrir. Se trata más bien de un convivir con esas heridas que en la actualidad nos afectan, de reconocer las heridas en el momento que se abren en el presente, una política de convivir con los fantasmas del pasado que aún están entre nosotros en el presente y que exigen nuestra atención.
Esa convivencia con las heridas del pasado (y con sus fantasmas) implica también una noción de justicia que no está ligada a términos legales o judiciales: la novela de duelo entiende que independientemente de que se hayan establecido víctimas, culpables, perdón o reconciliación, los fantasmas del pasado viven (in)directamente en el presente. La justicia “concerns not only our debt to the past but also the past’s legacy in the present; it informs not only our obligation to the future but also our responsibility for our (ghostly) presence in that future” ( Brown, 2001, 147). Derrida se empeña en ese convivir con los fantasmas en su Espectros de Marx, en el que el autor vincula esa convivencia con el concepto de justicia, como único modo de unirnos en el presente al sufrimiento del pasado:
aprender a vivir con los fantasmas [...] a vivir de otra manera. Y mejor. No mejor: más justamente. Pero con ellos. [...] Y ese ser-con los espectros sería también, no solamente pero sí también una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones
(1998, 12).Wendy Brown se explaya sobre esta idea de Derrida de que “aprender a vivir” implica necesariamente “vivir con los fantasmas”, añadiendo que eso es también aprender a vivir con el “unmasterable, uncategorizable, and irreducible character of the past’s bearing on the present” y que aprender a vivir también quiere decir vivir sin “systematizing, without conceits of coherence, without a consistent and complete picture, and without a clear delineation between past and present” (2001, 146).
La novela de duelo hace eso, hacer caso a las voces que emanan de las tragedias del pasado, destacando precisamente ese carácter intrínsecamente indomable, fragmentado, indefinido e irrecuperable descrito por Brown. Santo diablo es un testimonio construido en el presente de esa incapacidad de recuperar o darle forma a las pérdidas del pasado y de inscribir el testimonio no solo en un pasado nacional, directamente heredado sino también dentro de una historia más amplia de tragedias, superando los límites espacio-temporales, geográficos y a veces incluso ideológicos. Y es que el duelo que se lleva a cabo décadas después es justo eso: permanecer perdurablemente dispuesto a entender el sufrimiento del pasado como algo inacabado y reconocer que mientras haya personas que hacen oídos a las murmuras y los quejidos de los fantasmas del pasado, tiene sentido hablar de un proceso de rememoración y de duelo.
Según Tammy Clewell y sus interpretaciones de Espectros de Marx, en el siglo XX el duelo ha emergido como un modo de abarcar la represión, la violencia y la marginalización de muchos individuos y comunidades dentro del marco de esta sociedad capitalista, posmodernista y consumista que está construida sobre siglos de ruinas; la remembranza sostenida y el duelo por lo perdido constituyen una condición integral al progreso (2009, 14). La novela de duelo nos deja abierta una posibilidad de relacionar no solo el pasado con el presente sino también el pasado con el futuro. La novela de duelo nos invita a incluir en la construcción de una memoria colectiva un enlace potencial a futuras víctimas de represión y violencia, enfatizando el carácter trágico del pasado que evita acotar límites rígidos en cuanto a su definición.
Hemos de tener en cuenta la advertencia de Faber de que la crítica literaria a veces confunde el efecto potencial de un determinado libro con su efecto real y la observación de Gómez López-Quiñones de que no debemos entender el llamado boom de la memoria como prueba de una renovada concienciación socio-política en la sociedad española. Lo que sí esperamos haber podido hacer con este análisis es entender tanto la novela de memoria como la de duelo como dos modelos distintos de relacionarnos con un pasado cada vez más lejano, en un presente en el que la mayoría de las voces, autores y directores no vivieron los acontecimientos sobre los que escriben y producen para una audiencia que tampoco los vivió. La novela de memoria plantea el desafío de cómo recuperar el pasado en el presente a través de una narrativa respaldada en una rigurosa investigación historiográfica y haciendo uso de documentos históricos para arrojar luz sobre el pasado desconocido. Y la novela de duelo une pasado y presente a través de una narración en presente que también relata algún episodio del pasado, pero siempre con elementos de ficción, cuya naturaleza ficticia siempre queda descubierta para el lector. En el caso de Santo diablo y según el propio autor: “se trata de hacer reaccionar químicamente los elementos subconscientes y conscientes de la mente del lector, usando en la escritura la herencia moral e ideológica recibida por nuestra Historia más reciente” (2010, 57). Esto es, para la novela de duelo, realzar nuestro estado en el presente ante los fantasmas y las ausencias que irremediablemente nos perturban, nos acechan, para luego, como hace Pérez Zúñiga con la alusión a otras quemas (las del pasado, la de Irak), quedarnos abiertos a otros fantasmas y ausencias.
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