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Razón del teatro: discurso de ingreso de Juan Mayorga a la Real Academia de Doctores de España
Razón del teatro: Admission speech by Juan Mayorga to the Spanish Royal Academy of Doctors
Unas personas se separan de otras para representar ante éstas posibilidades de la existencia humana. Es un desdoblamiento asombroso. Da que pensar. En ese separarse y ponerse enfrente para representar la vida, los actores abren un conflicto. A esa escisión conflictiva llamamos teatro.
El teatro es el arte de la reunión y la imaginación. Lo único que le es imprescindible es el pacto que el actor ha de establecer con su espectador. Borges expresa el carácter de ese pacto cuando dice que la profesión del actor consiste en fingir que es otro ante una audiencia que finge creerle. Es, en efecto, en el doble fingimiento del actor y el espectador, en ese contrato implícito conforme al que éste se hace cómplice de las mentiras de aquel, donde residen la esencia del hecho teatral, su posibilidad y su fuerza. El corazón del teatro es ese ingenuo acuerdo que se establece entre el cómico y quien lo mira y escucha -“Durante un rato voy a hacer que soy Edipo”. / “Yo voy a hacer que me lo creo”-. El resto -el vestuario, la escenografía, la iluminación, la música, incluso el texto- sólo será aquí valioso en la medida en que apoye tan extraña alianza. El teatro es el arte del encuentro -y, por tanto, del conflicto- entre un actor y un espectador, y todos los demás participantes -el autor, el director, el vestuarista, el escenógrafo, el iluminador, el músico…- tienen el importante pero subordinado trabajo de ayudar a que actor y espectador se encuentren -se enfrenten- en un compromiso de fingidores. Por eso, lo que distingue a los actores más grandes, antes que cualquier otra capacidad, es la de hacer del espectador su cómplice. La capacidad de hacer -desde el primer momento, y sobre todo en el primer momento, pues es entonces cuando se firma el invisible contrato- que el espectador quiera creer. La transfiguración se produce no en el escenario, sino en la imaginación del espectador. Sucede porque el espectador la desea, y la misión del actor consiste en provocar ese deseo.
El cuerpo del actor -centro del hecho teatral- es obstáculo para que el espectador vea al personaje. Sólo la imaginación del espectador puede convertir el obstáculo en ocasión.
El teatro no puede engañar al espectador; ha de hacer del espectador su cómplice. Éste puede desdoblar una persona en otra; un objeto, un espacio, un tiempo en otros. Pero si el espectador les niega su complicidad, ese tiempo, ese espacio, ese objeto, esa persona sólo son lo que fuera del teatro.
Que el teatro sea arte del desdoblamiento limita el uso que podamos hacer, para hablar sobre él, de la palabra “realismo”, con la que son designadas formas infrecuentes en las historia de las artes escénicas. Sólo por comparación podemos hablar de un teatro realista. Podemos decir que una interpretación, un texto, una escenografía, un vestuario, una iluminación son más realistas que otras. Pero la experiencia del espectador teatral nunca será “realista” del modo en que puede serlo la de quien lee un libro o mira una pantalla. Libro y pantalla pueden ser tomados por espejos. Ante el teatro no cabe esa confusión.
El teatro no es calco, sino mapa. Un espejo que despliega. Su nombre viene de la palabra con que los griegos nombraban el mirar. Es un sitio para mirar. Pero lo más importante que da a ver, el ojo no puede verlo.
El teatro no sucede en el escenario, sino en el espectador, en su imaginación y en su memoria -la cual es también, finalmente, imaginación-. Aristóteles -el primero que hizo de su asombro ante el teatro meditación- marca en la Poética la estrecha franja en que tiene lugar el teatro: por encima de cierto nivel de complejidad, la imaginación desiste porque se siente abrumada; por debajo de otro umbral, desiste porque se aburre. En ambos casos, el espectador no ve.
Extender lo visible es el fin del teatro. El objetivo de toda auténtica experimentación teatral no es la oferta de novedades como las que ansiosamente busca la industria de la moda, sino la extensión de lo visible.
Con la complicidad del espectador, el actor le da a examinar la vida; la que vive y otras que podría vivir. El actor siempre debería aspirar a que se dijese sobre él lo que un crítico afirmó sobre Shakespeare: que era lo menos egoísta que se puede ser, pues no era sino todo cuanto eran los demás o todo cuanto podían llegar a ser.
El teatro hace la vida humana visible, nos da a ver de qué está hecha. Es un mirador a la existencia. Es, inmediatamente, filosofía. Puede suspender al espectador ante preguntas para las que el filósofo todavía no ha encontrado palabra. Nunca es más filosófico que cuando el filósofo, no pudiendo pensarlo desde una filosofía que lo preceda, ha de buscar una filosofía que lo prolongue.
El teatro no ha de buscar una filosofía precedente que lo legitime, sino provocar una filosofía que lo prolongue.
Quien entiende la filosofía no como doctrina, sino como plan de vida, como infinita puesta en cuestión de todo -empezando por uno mismo-, entiende la misión filosófica del teatro
Una meditación sobre el modo en que da a ver el teatro puede aprovechar la analogía acuñada por Benjamin conforme a la que las ideas son a los fenómenos lo que las constelaciones a las estrellas. Subyace a esa analogía una noción de idea distinta de la platónica: el fenómeno no es mera apariencia, despreciable frente a la idea; ésta surge de la vinculación de fenómenos y es tanto más valiosa cuanto más heterogéneos y distantes esos fenómenos, cada uno de los cuales es ocasión de razón y precioso -si un fenómeno deviene invisible (también si un fenómeno del pasado cae en el olvido), con él se pierden las ideas de cuya constelación él podría formar parte-. Así entendida, la idea es una construcción conflictiva que privilegia unos fenómenos frente a otros -igual que para ver una constelación hay que dejar fuera el resto de las estrellas-. El trabajo de la razón empieza por una disposición a reconocer asociaciones más productivas cuanto más imprevisibles. Ese trabajo exige una mirada hospitalaria, absolutamente otra que la colonizadora de quien observa el mundo con categorías a las que subordina su experiencia. Por decirlo de nuevo con Benjamin: la verdad se da en la muerte de la intención y no como producto de un sujeto intencional.
La analogía entre idea y constelación es un caso de la que podemos reconocer entre idea y mapa. También éste surge de la asociación de fenómenos entre los que la razón reconoce un vínculo y es tanto más útil cuanto más capaz de asociar fenómenos no ligados a primera vista. Idea, constelación y mapa dan a ver más allá de lo que el ojo ve. Como el teatro. Conviene, al pensar éste, recordar a Klee -“El arte no imita la realidad; la hace visible”- y a Bachelard -“Nada es evidente. Nada es dado. Todo es construido”-.
En el escenario, todo debe responder a una pregunta que alguien se ha hecho. Como en el mapa. El escenario, como el mapa, exige síntesis, lenguaje sin grasa. Un espectáculo teatral, como un mapa, ha de construirse a partir de la pregunta ¿Qué quiero hacer visible?, que conduce a la pregunta ¿Qué excluyo?. Como el que mira el cielo buscando constelaciones, como el cartógrafo, como el científico, como el filósofo, el creador teatral se pregunta qué ha de excluir para dar a ver qué.
El teatro elige. Nunca es neutral. Nace de la escucha de la ciudad, pero traiciona su misión si se limita a devolver a la ciudad su ruido. Igual que un mapa, es irrelevante un teatro que no descubre la ciudad. El mejor teatro pone ante la ciudad lo que la ciudad se oculta. En vez de a lo general, a lo normal, a lo acordado, atiende a lo singular, a lo anómalo, a lo incierto. A aquello que la ciudad quiere expulsar del territorio y del mapa. Un teatro necesario, como un mapa necesario, nos devuelve a la escena original: aquella en que la ciudad establece sus límites.
Pensar el teatro como mapa permite trazar uno en que aparece junto a otras formas de la razón, si entendemos ésta como esfuerzo por descubrir vínculos ocultos a primera vista.
A primera vista tan distantes, teatro y matemáticas comparten mapa. Y no sólo porque haya muchas nociones del matemático con las que el hombre de teatro trabaja, las nombre así o no: círculo, triángulo, simetría, inversión, progresión, repetición, variación…
El matemático aspira a dar una expresión tan sencilla como sea posible a la forma común que subyace a una infinidad de casos aparentemente disímiles. Tal virtud tienen la noción de triángulo -que se aplica a todos los polígonos de tres lados, incluidos aquellos que no hemos visto nunca-, la fórmula de la elipse o el teorema de Fermat. Con semejante afán de alcanzar una síntesis expresiva trabajan en el teatro figurinistas, escenógrafos, iluminadores o músicos: un sonido, una luz, un objeto pueden expresar el carácter, la situación, el lugar, la época. Igual que los autores que buscan la acción capaz de dar expresión no sólo al personaje, sino a espectadores muy distantes en el espacio y en el tiempo. Y, desde luego, los actores que aspiran a, con un solo gesto, dar cuenta no sólo del tránsito de su personaje de la esperanza a la desesperación o de la desesperación a la esperanza, sino de la esperanza o la desesperación de sus espectadores, por distintos que parezcan unos de otros.
Es la búsqueda de lo universal en lo particular, el salto del fenómeno a la idea -a la forma-, a lo que se refiere Aristóteles cuando afirma la superioridad de la poesía sobre la historia, su mayor proximidad a la filosofía.
En el escenario todo lo informativo ha de ser poético. Distancia y rodeo. Elipse
En el escenario todo es inmediatamente metáfora. Cada acción, cada objeto es metáfora. Lo es cada palabra. Pero la metáfora, enseña Lévinas, no es una desviación del lenguaje, sino su centro: el lenguaje es metáfora, desplazamiento que crea sentido. Entonces, en el escenario la palabra es doblemente metáfora.
En el escenario, el silencio es metáfora. Dice, por ejemplo, soledad.
El teatro es el arte de la palabra pronunciada. Autor y actor tienen, como el poeta, la misión de asaltar la palabra. De llevarla al límite.
En el escenario la palabra sólo puede ser agónica, palabra de combate. Incluso cuando parezca referirse a algo ocurrido antes o fuera, la palabra teatral es combate ahora y aquí. Ése es el secreto del mensajero en la tragedia ateniense: su narración de lo que pasó antes y fuera es espada aquí y ahora.
El teatro es el arte del silencio del hombre. El teatro da a escuchar el silencio del hombre -sin el que no hay poesía-. En el teatro, el silencio se pronuncia.
El teatro nos da a ver cómo hablan y cómo callan los hombres. También nos da a escuchar esa voz tercera que aparece cuando dos hombres establecen un auténtico diálogo.
En Atenas se vinculó lenguaje y razón con la misma palabra, que también nombra el vínculo entre los hombres: logos. El teatro debe extenderlo. El logos, dice Heráclito, lo hacemos entre todos y excede a cada uno.
El lenguaje es el asunto político más importante. La doble misión política del teatro, crítica y utópica, empieza por el lenguaje. En el teatro el espectador puede hacer experiencia de la grandeza y miseria de la palabra. El teatro puede darle a ver qué hacen las personas con las palabras y lo que las palabras hacen con las personas. Puede darle a escuchar cómo él mismo usa las palabras y cómo es usado por ellas, y a imaginar otras formas de hablar. Puede provocarle asombro y vergüenza por su pobreza en lengua, por la presencia en su vida de la palabra vana, el lugar común, la palabrería, la cháchara. Puede despertar en él nostalgia y envidia de lengua, puede hacerle más rico en palabra. Puede ayudarle a identificar la palabra del poder y a construir su propia palabra.
Ayudar al espectador a encontrar su propia palabra es una misión, política y moral, del teatro. Más palabra es más vida y más capacidad de resistir. Al contrario, la dominación del hombre, su empequeñecimiento y acoso, siempre comienzan por la reducción de su palabra.
El teatro es un arte político al menos por tres razones.
Porque se hace en asamblea.
Porque su firma es colectiva.
Porque es el arte de la crítica y de la utopía. Examina cómo vivimos e imagina otras formas de vivir.
Cuando el autor comienza a imaginar, el espectador ya está allí. El texto anticipa un hecho social -político-: será pronunciado, puesto en espacio y en tiempo, por actores ante espectadores. Desde el texto, el teatro es asamblea.
Todo lo que el teatro necesita es un actor elocuente y un espectador cómplice. Su dependencia de condiciones materiales y su necesidad de obedecer al mercado son, en comparación, pequeñas. Es, en comparación, libre.
La ruina es el estado natural del teatro. La ruina del teatro sólo deja en pie unas acciones interpretadas ante unos espectadores. Nada más le es necesario. El futuro del teatro siempre es Atenas.
El centro del teatro es el frágil cuerpo del actor, un ser humano ante mí. Cada función de teatro debería ser una celebración de la humanidad.
Cuando el teatro es dominado por su máquina, lo que se representa y celebra es el dominio de la técnica sobre el hombre.
Extender lo visible es la primera contribución política del teatro. Extender la sensibilidad, la memoria del espectador. Mostrarle que algo es distinto de lo que parece, que algo podría ser distinto de como es, que algo pudo ser distinto de como fue. Darle a ver el orden dominante, los sentidos de realidad construidos por el poder, las ficciones del poder. Darle medios -antes que nada, palabra- para crear sus propias ficciones. Hacer de él un crítico.
Hacer de cada espectador un crítico: ese imperativo es el legado político más importante de Brecht. Hacer que el espectador no se entregue a la recepción de la obra como a la adoración de un ídolo, sino que se pregunte cómo ha sido construida, la intención de quien la ha hecho, la posición en que se le quiere situar a él, espectador.
El espectador -el crítico- debería descartar la identificación como procedimiento. Debería tomar la obra como foco de una elipse.
El teatro no debe aspirar a convencer a nadie de nada. En vez de adhesión, debe buscar conversación. No tiene que dar respuestas. Su misión es mostrar la complejidad de la pregunta y la fragilidad de cualquier respuesta.
Antes que proclamando la libertad, el teatro la defiende ejerciéndola.
¿Puede el teatro transformar el mundo? Hay que hacerlo como si pudiera. En todo caso, no sabemos cómo sería un mundo sin teatro. En todo caso, no descartemos que un ser humano, al encontrarse con el teatro, se transforme. No despreciemos al ser humano.
Se dice que el teatro es el arte del conflicto. Debe añadirse que no hay conflicto mayor entre los que el teatro puede ofrecer que aquel que se da entre los actores y el resto de la asamblea teatral. Los actores se separan de la ciudad para desafiarla. El mejor teatro divide a la ciudad. Un teatro que no divide al público y a cada espectador es un teatro irrelevante.
Del actor debería decirse siempre lo que Malraux sobre el artista: no es el espejo del mundo, sino su rival. Y él debería poder decir siempre las palabras de Unamuno: “Mi obra -iba a decir mi misión- es quebrantar la fe de unos y de otros y de los terceros, la fe en la afirmación, la fe en la negación y la fe en la abstención; es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes”.
El teatro ha de hacerse contra el público. Su rostro podría ser el de Thomas Stockmann, el protagonista de la obra de Ibsen, que a lo largo de ella se va convirtiendo no sólo en enemigo del pueblo, sino también en enemigo del público. Agregación ésta, el público, a la que otro pensador del Norte, Kierkegaard, llamó “maestro de la nivelación”.
El público quiere reducir a público al espectador. El teatro debe combatir esa reducción. No ha de dirigirse al público, sino a cada espectador. Ha de hablarle personalmente, al oído.
El teatro se debe al espectador de otro modo que el comerciante a su clientela. Ha de defraudar sus apetencias -de inocencia, de sentimentalismo, de pornografía-. Ha de desobedecerlo y desafiarlo. Ha de escuchar y ser intransigente.
El mejor teatro respeta al espectador: espera algo de él. No se conforma con entretenerlo. Se parece al hacha de Kafka -“Un libro habría de ser como un hacha que rompiese el mar de hielo de nuestro interior- o a la pistola de Dickinson -“Si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía”.
Hay que hacer teatro para un espectador que todavía no existe.
La escena esencial: dos seres humanos se encuentran -un ser humano irrumpe en la vida de otro.
Un personaje puede ver en el otro un obstáculo, un medio, una presa, un enemigo. Puede ver en él un amigo, alguien a quien ayudar, alguien por el que tiene una responsabilidad absoluta. Puede ver en el otro su doble -que no es copia de uno, sino lo latente, lo reprimido o lo fallido de uno, otra posibilidad de uno.
“Mi enemigo es mi pregunta propia en cuanto forma”, dice Schmitt. No. El otro es mi pregunta propia en cuanto forma.
La escena esencial es la de Caín y Abel. Incluye la pregunta de Yaveh -“¿Dónde está Abel?”-y la respuesta de Caín -“¿Soy acaso el guardián de mi hermano?”-. La escena esencial incluye que Caín pueda cuidar de Abel.
Cuando los deseos de dos entran en conflicto, cuando el deseo de uno no puede realizarse sin que el del otro fracase, estamos ante un combate. A través de él, los personajes pueden darse a conocer, pueden conocerse a sí mismos, pueden transformarse. Pueden convertirse en pareja de contrarios, como llegan a serlo Creonte y Antígona.
El conflicto entre dos partes puede producir razón aunque ninguna la tenga. El conflicto entre razones puede ser ocasión de que el espectador encuentre una tercera.
Dos estrellas cuyas órbitas colisionan para fundirse en una llama fulgurante: esa imagen de Munch vale para nombrar el encuentro de dos personas en la vida y de dos personajes en un escenario.
El escenario es de Heráclito: la guerra es común a todo y a todos y todo nace y muere por la guerra.
Como en la encrucijada de caminos de Edipo, cada palabra, cada gesto, cada acción, cada imagen en el escenario debe ser palabra, gesto, acción, imagen en conflicto. En conflicto también consigo misma.
La fragilidad del ser humano es el tema fundamental del teatro desde Atenas. Fragilidad ante la naturaleza y ante otros seres humanos. Por eso, la imagen más repetida que ofrece el escenario es la de un hombre peleando por su vida. Por su integridad física o moral.
La representación de la violencia de un ser humano sobre otro es un desafío para cualquier arte y lo es especialmente para el teatro. ¿Cómo representar el acto violento, el cual, a diferencia de otros -por ejemplo, el acto de besar-, nunca debería ser reproducido en escena? ¿Cómo dar a ver formas de violencia que a su capacidad para herir suman su astucia para invisibilizarse? ¿Cómo evitar que la representación de la violencia sea ella misma violencia?
¿Y cómo enfrentarse a la tendencia del espectador a deslizarse al lugar de la víctima, que percibe como lugar de la inocencia? Nada es más atractivo que una buena conciencia y nada aplaudirá el espectador con más fuerza que su propia belleza moral.
Pocas veces es el teatro tan útil -moral, políticamente- como cuando lleva al espectador a preguntarse por sus afinidades con el verdugo, por su complicidad con él. Pocas veces es tan útil como cuando descubre al espectador pisando lo que Levi llama “la zona gris”, aquella que al tiempo separa y une a víctimas y a verdugos. Cuando le hace preguntarse: ¿Comprendo a Caín?; ¿soy yo Caín?
Hay una iluminación que subyace a la polisemia de la palabra alemana “Gewalt”, la cual vale tanto para hablar de lo que en español llamamos “violencia” como para hablar de lo que en español llamamos “poder”. ¿Dónde acaba el poder y dónde empieza la violencia? ¿La violencia es el uso ilegítimo que un ser humano hace de su poder sobre otro? ¿Hay una violencia necesaria, justa, inocente?
El teatro no tiene que responder a esas preguntas. También aquí, su misión es que el espectador haga experiencia de la complejidad de la pregunta y de la insuficiencia de cualquier respuesta. Cumpliendo esa misión, puede hacer al espectador más crítico y resistente; más resistente también contra la violencia de la obra a la que está asistiendo. Y más consciente de su propia violencia, actual o latente. Cuando eso ocurre, podemos hablar no sólo de la violencia como tema teatral, sino de un teatro contra la violencia.
Hagamos un teatro que la barbarie no pueda utilizar.
El teatro vive en la tensión entre la escritura y su pronunciación. Si no hay escritura, no hay teatro. Esto vale tanto para la puesta en escena de una pieza de literatura dramática como para la improvisación a partir de un tema o un motivo; tanto en la performance o la danza como en fenómenos parateatrales cual lo son el discurso en un mitin o un desfile de moda. No a todo ello subyace literatura, pero a todo ello subyace escritura. Si hay un gesto fijado, hay escritura -incluso si ese gesto es luego variado o elidido ante el espectador-. Los ensayos -que la lengua francesa llama “repeticiones”- se hacen sobre una escritura -aunque ésta no esté fijada en un papel ni haya un firmante- o la producen. Construir un espectáculo es escribir en el espacio y en el tiempo: componer un conjunto de signos que el espectador ha de leer.
Entre la escritura y su pronunciación siempre hay un espacio para la libertad. Por eso, los mejores actores reescriben el texto sin cambiar una palabra.
Los buenos actores son dramaturgos. Y la base de una experiencia teatral lograda son actores que comprenden la obra que interpretan: actores dramaturgos.
Los buenos actores comprenden no sólo su personaje, sino su personaje en la obra y la obra entera. El sentido de ésta, al que se subordina cada elemento. Conocen tan profundamente la obra en su conjunto como sus detalles. Saben que es imposible un conocimiento sin el otro. Saben que cada palabra, cada silencio, cada gesto que ponen en escena es indisociable de todos los demás. Cada acción es un envío al espectador, constructor último de la obra. Los buenos actores conocen que en una palabra, en un silencio, en un gesto, se pone en juego toda la obra. Conocen el valor del espacio y tiempo que ocupan y el valor del espacio y tiempo de que están ausentes. Conocen la necesidad de cada escena y la necesidad del orden de las escenas. Nunca pierden de vista la forma de la obra y trabajan a lo largo de las líneas maestras de su composición. Son dramaturgos.
Los buenos actores trabajan en un margen estrecho. Saben que, por debajo de cierto umbral de complejidad, la imaginación se aburre; que, por encima de otro umbral, la imaginación se extravía. El trabajo de los buenos actores es tan complejo que el espectador no puede sino desear verlos más y escucharlos más; tan sencillo que el ojo no se fatiga de verlos, ni el oído de escucharlos.
El conocimiento de cómo operan el ojo y el oído del espectador, su imaginación y su memoria, es la llave del asombro que puede provocar el teatro cuando pone en escena la vida, cuando la hace visible en su extrañeza. Los mejores actores son dueños de esa llave.
Un faro barre el horizonte y te da a ver algo que te interesa pero que no consigues identificar. Cuando el faro vuelve, aquello que te interesó ya no está allí. Pero tú debes tener paciencia y seguir mirando, a la espera de que aquello que te interesó -no sabes qué es- vuelva a aparecer, quizá esta vez con un poco más de claridad.
El trabajo del autor se parece al de ese observador paciente. Ha de seguir mirando para que, quizá sólo poco a poco, quizá nunca, se le aparezca la forma de la obra.
La forma de la obra es irreducible a la estructura del texto literario. El tipo de palabra constituye forma. Espacio, luz y sonido constituyen forma. El modo de actuación, la relación de los actores con los espectadores y la ubicación de éstos constituyen forma. El lugar de la representación constituye forma.
Al buscar la forma de la obra, conviene recordar el mandato de Dalí de hacer todo al revés de cómo habitualmente se hace. Y tener en cuenta la tradición cuya herramienta básica es vincular dos objetos que no tienen, a primera vista, nada que ver, como el martillo y la nube o como el agua y Marx. Hacer elipse.
El tema no ha de dominar la obra. Ha de ser rodeado como el foco por la elipse.
El autor también ha de rodearse y tomar distancia respecto de sí mismo. Toda obra es autobiografía. En Tempestad sobre Toledo, como supo ver Eisenstein, El Greco pintó menos Toledo que su propio temperamento. Del mismo modo, en cada obra teatral está representado su autor. La obra es, inevitablemente, un documento de su autor. Su valor depende de su capacidad para expresar a otros.
Acción, emoción, pensamiento y poesía son las fuerzas de la teatralidad. Han de encontrarse ya en el texto. El texto debe despertar el deseo de teatro.
El texto entrará en conflicto con sus puestas en escena. Ante ellas no tendrá otra autoridad que la que en cada una conquiste. Será sometido a reescritura como corresponde a la naturaleza de un arte que se hace en el tiempo, esto es, en un tiempo.
La reescritura precede a la escritura. Cuando un escritor escribe una palabra, ha desechado dos.
Antes de escribir, el autor debe preguntarse: ¿por qué una palabra más?
Cuanto más rico un texto, más lleno de huecos a completar, de territorios a explorar, desconocidos también para quien lo escribió. Un texto sabe cosas que su autor desconoce.
La literatura dramática del pasado es una herencia que recibe el teatro de cada tiempo. También es un horizonte.
El adaptador es un traductor. Adaptar un texto del pasado para la escena contemporánea es traducirlo. Se haga entre dos lenguajes o dentro de un mismo lenguaje, esa traducción se hace, en todo caso, entre dos tiempos. El texto nace en un tiempo cuyos rasgos lo atraviesan. Incluso si el texto combate esos rasgos, éstos lo atraviesan en la medida en que los combate. Adaptar un texto es trabajar para que viva en un tiempo distinto de aquél en que nació, llevarlo de un tiempo a otro. Por eso, no debería haber persona más consciente del tiempo que el adaptador. Una de cuyas misiones es, precisamente, que el espectador enriquezca su experiencia del tiempo.
La decisión paradigmática de un adaptador es aquella que ha de tomar si, trabajando sobre un texto escrito en su propio idioma, se encuentra con expresiones cuya inteligibilidad ha debilitado el tiempo. El adaptador puede buscar sus correspondientes en el lenguaje actual. La aspiración a una correspondencia absoluta está, de antemano, condenada al fracaso. Pero, en la búsqueda no ingenua de correspondencias, el adaptador puede hacer un servicio a su idioma si es capaz de visitar, en la lengua actual, lugares a los que nunca hubiera llegado sin el impulso de la lengua más joven. Así, la adaptación de un viejo texto hace más hondo el idioma actual y lo ensancha. A través del adaptador, la lengua de hoy se extiende a partir de las exigencias que le hace la lengua de ayer. Pero el adaptador también puede conservar aquellas expresiones opacas valorándolas precisamente en su opacidad. Porque esa opacidad da al espectador conciencia de la historia del lenguaje. Ante la expresión que ayer estuvo cargada de sentido y hoy recibimos como ruido, ante la palabra que hoy se siente propia y ajena, el oído recuerda que el lenguaje tiene historia. En esa no comprensión, el oído presencia el cuerpo mutilado del verbo y es ganado por una nostalgia de lengua. Cada expresión desvanecida es memoria de lo que entre uno y otro tiempo se ha perdido. Esas palabras ponen en escena un tiempo que se fue. Lo que se oye al oír una expresión devenida ininteligible es el paso del tiempo. En la herida del lenguaje se representa el tiempo.
La opción entre evitar la opacidad de una palabra o salvaguardarla puede servir de modelo a otras que el adaptador toma. El adaptador puede hacer que el espectador reciba la obra como un eco del pasado, en parte no inteligible, o actualizarla, venciendo la erosión del tiempo. Puede respetar las leyes del sistema teatral en que la obra nació o hacer que la obra negocie con las leyes del sistema teatral que la recibe.
Pero no puede leer la obra como si él fuera su primer lector ni debería desconocer la historia de sus lecturas. No puede imaginarse contemporáneo de la obra ni debería ignorar lo que el tiempo ha dejado caer sobre ella. El tiempo es el principal adaptador.
El adaptador está obligado por dos fidelidades: al texto original y al espectador actual. Esas fidelidades se hallan en una relación tensa. El adaptador sabe que esa tensión está en el corazón de su trabajo. Su misión es doble: conservar y renovar. Y no se cumple mejor con la misión conservadora dejando intocado el original si el tiempo ha convertido éste en un objeto ilegible, esto es, si el tiempo ha hecho que el texto deje de ser texto. Ello carga sobre el adaptador una responsabilidad. Sólo una intervención responsable, artística, puede hacer justicia al original. Sólo ella puede despertar en el espectador la nostalgia del original. El adaptador no es ni un arqueólogo ni un cirujano plástico. Es un traductor. Para ser leal, ha de ser traidor.
Al poner en escena un acontecimiento del pasado, el teatro debe evitar dos tentaciones: el historicismo y la actualización. El primero consiste en desplazar al espectador al tiempo del acontecimiento; el segundo, en desplazar el acontecimiento al tiempo del espectador.
El teatro historicista ofrece al espectador convertirse en testigo presencial del acontecimiento representado. Esta oferta es, en primer lugar, mendaz: no es posible reconstruir ni el acontecimiento ni la mirada que en aquel tiempo lo observó. En segundo lugar, es una oferta pobre, porque de cumplirse privaría al espectador de lo que el tiempo ha ido revelando sobre el acontecimiento, aquello que el testigo presencial no pudo ver.
La actualización en teatro consiste en traer al escenario aquello del pasado en que el presente se reconoce, centrifugando lo demás. Este procedimiento -afín al dominante en la industria de la moda cuando mira hacia atrás- es lo que Benjamin llama “salto de tigre al pasado”. Es una forma de colonización del pasado por el presente.
El teatro es capaz de relacionarse de una tercera forma con el pasado: construyendo una cita entre el presente y el pasado en que ambos mutuamente se desestabilicen, haciendo que el presente vea el pasado como no lo había visto y se vea a sí mismo como no se había visto. A esta forma de cita podemos llamar, con Benjamin, imagen dialéctica.
El pasado es imprevisible. Está tan abierto como el futuro. Por eso, no hay pasado que merezca tanto llegar a escenario como aquel que está a punto de perderse. Nada da tanto a ver como el pasado fallido. Ése es uno de los sentidos en que podemos entender las palabras de Adorno: “Dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”.
El teatro no puede ni redimir el pasado fallido ni reconciliar el presente y el pasado. Ha de ser plenamente actual y siempre intempestivo.
Todos los seres humanos -también los muertos- son contemporáneos. Así nos lo hace ver el actor cuando da su cuerpo a un hombre del pasado. El teatro nos reúne más allá de las horas del mundo.
Lo más importante del espacio es el tiempo.
Es emocionante mirar un escenario y pensar cuántos espacios ha sido, cuántos tiempos han pasado por él.
En el escenario caben todos los lugares y todas las horas. Es un médium capaz de reunir a seres de distintos órdenes de realidad: seres de este mundo y seres del sueño, del deseo y del miedo. Es la cueva de Montesinos y el Aleph. Es el río de Heráclito, que puede, en cualquier momento, caer hacia arriba. Puede cobijar cualquier cosa y su opuesto. Siempre debería tener la tensión de la encrucijada de caminos de Edipo, lugar de encuentro de todos los contrarios: allí coinciden dos que quieren pasar primero, los esposos de Yocasta, el padre y el hijo, el pasado y el presente… Sófocles no la dio a ver a los ojos, sino a la imaginación del espectador -a su memoria, pues el hijo teme desde siempre desear la muerte del padre.
El espacio y el tiempo no están en el escenario, sino en la imaginación del espectador. Ella da a ver, sucesiva o simultáneamente, los tiempos de un espacio. Ella da a ver, en el cuerpo de un actor y en la duración de la obra, las edades de un hombre, esto es, el misterio del tiempo, que es el misterio del existir.
La consideración kantiana del tiempo y el espacio como formas a priori de la sensibilidad es insuficiente para pensar el tiempo y el espacio teatrales. Éstos no son aquellos que formaliza la geometría ni los que miden las ciencias de la naturaleza. No tienen extensión, sino intensidad. Son el tiempo y el espacio de la conciencia, de la memoria, de la esperanza.
El anacronismo, que vincula y enfrenta dos tiempos, construye inmediatamente una imagen en conflicto. Todo encuentro de dos tiempos en un escenario construye, inmediatamente, una imagen en conflicto.
El teatro da a ver la constitución dramática del tiempo del hombre. El -irresoluble- conflicto del presente del hombre con su pasado y su futuro.
Cada vez que entra a un teatro, el espectador puede encontrarse con su doble. Ése es el desdoblamiento más importante: el teatro es un lugar en que puedo encontrarme con mi doble. En ese encuentro se me revela mi forma.
Mi doble no es una copia de mí, sino otra posibilidad de mí. Incluye lo latente, lo fallido, lo reprimido de mí. Incluye -dice Freud- aquellas posibilidades de mi vida nunca realizadas pero que la imaginación no abandona, todo aquello a lo que aspiraba que no se cumplió. Incluye aquello que soy y deseo no ser.
No hay encuentro más decisivo que aquel que tenemos con quien podríamos haber sido de no haber hecho algo que hicimos o de haber hecho algo que no hicimos. Por eso, cada hombre es su propio doble.
Hay una imagen platónica que encierra, sin nombrarlo, la razón del teatro: éramos dobles y necesitamos reencontrarnos con ese otro que fuimos, para completarnos. El teatro nos da ocasión de hacerlo.
Hegel describe la escisión de nuestra identidad entre interior y exterior, que luchan a vida o muerte. Esa lucha es afín a la que se da en el teatro entre el espectador y su doble. Con su doble, el espectador no se puede identificar.
En el teatro, así como en el sueño, uno puede encontrarse con lo que teme ser; con lo que quiso ser y no pudo ser; con lo que pudo ser y no se atrevió a ser. Como del sueño, del teatro no deberíamos salir más seguros, confirmados en lo que éramos, sino más inseguros y sabios. El mejor teatro nos pone en peligro. Deberíamos hacer teatro de modo que de él huyesen los cobardes.
“Así como en el sueño”: ése es el modo de ver en el teatro.
Pero ¿hay otro modo de ver que el ver soñando? Cada día nos lo pregunta Calderón, respecto del que Benjamin intuyó lo fundamental: el sueño no es para él lo opuesto a la vigilia, sino una esfera que envuelve este mundo.
El teatro envuelve al mundo. Nos rodean mundos de ficciones aparentemente más sólidos que el que habitan nuestros cuerpos. Somos -también- seres ficticios. El teatro debería ayudarnos a reconocer las ficciones que nos cercan y a construir otras.
El autor de La vida es sueño lo es también de El gran teatro del mundo. Son hojas de un díptico sobre la libertad. Y es que el tema del Theatrum mundi -que, tras Calderón, nadie como Pirandello nos ha dado a ver- es, finalmente, el tema de la libertad. El tema de si he elegido mi personaje o me lo han impuesto. Se encierra en la pregunta: ¿Quién escribe mis palabras?
¿Quién ha escrito estas palabras que estoy pronunciando?
El discurso de un artista sobre el arte que practica es siempre un discurso de legitimación. Ha de ser escuchado con recelo. El artista defiende como lo que hay que hacer aquello que él hace, que suele coincidir con aquello único que es capaz de hacer.
La pronunciación de este discurso sobre el teatro ante una asamblea es un hecho teatral, conflictivo. Tanto si lo leo como si finjo leerlo, soy un actor frente a un espectador. La mía no es la última palabra.