VÁRIA
Recepción: 14 Septiembre 2019
Aprobación: 28 Octubre 2019
DOI: https://doi.org/10.7440/res64.2018.03
Resumen: En 1968 Juan José Saer viaja a Europa para estudiar el nouveau roman y la estadía en principio acotada se prolonga por el resto de su vida. Como se verá, el escritor conjura los primeros años de su experiencia francesa a partir de la escritura de poemas cuyo tema es el viaje. En su gran mayoría, estos ponen en escena a un sujeto que se desplaza por París y que se desdobla en una serie de escritores-viajeros, (fundamentalmente Rubén Darío), a partir de los cuales el escritor se posiciona en la línea del “desencanto” de París. La versión iconoclasta, desinteresada y crítica del viaje, que apela en este sentido al desencanto modernista, le permite desarticular y oponerse al París de los sesenta y resistir otras imágenes cristalizadas de su contemporaneidad: la del intelectual comprometido y la del escritor exitoso pero asimilado que adopta la lengua extranjera.
PALABRAS CLAVE: Juan José Saer, Viaje, París, Modernismo.
Abstract: In 1968 Juan José Saer traveled to Europe to study the nouveau roman and the limited stay is extended for the rest of his life. As will be seen, the writer conjures the first years of his French experience from the writing of poetry whose theme is travel. For the most part, these poems put on stage a lyrical subject who travels through Paris and unfolds in a series of writers-travelers, (mainly Rubén Darío), from which the writer positions himself in the line of “disenchantment” of Paris. The iconoclastic, indifferent and critical version of the trip, which appeals in this sense to modernist disenchantment, allows him to dismantle and oppose the Paris of the sixties and resist other crystallized images of his contemporaneity: that of the committed intellectual and that of the successful but assimilated writer who adopt the foreign language.
KEYWORDS: Juan José Saer, Travel, Paris, Modernism.
En 1968, el escritor argentino Juan José Saer viaja a París con una beca del gobierno francés para estudiar el nouveau roman y lo que iba a ser una estadía de seis meses se prolonga por el resto de su vida. Saer es, desde el primer momento, un “viajero involuntario”, que recibe la beca sin demasiado entusiasmo y su traslado desautoriza las principales expectativas asociadas al viaje del escritor latinoamericano: no viaja agobiado por la “abulia intelectual” del medio provinciano ni busca promover su figura legitimándola en la metrópolis parisina. Cuando abandona el país ya tiene escrita una parte importante de su obra y ya es un lector cosmopolita (Sarlo, 2016) que ha leído en Santa Fe a Joyce, Faulkner, Proust y Virginia Woolf, y además forma parte de un significativo entramado intelectual y artístico que se dibuja entre Santa Fe, Rosario y Buenos Aires.
Alrededor de 1964 Saer es un “iracundo a medio borrar”, un joven que polemiza en encuentros y charlas de escritores y produce un módico revuelo en la vida literaria que llega hasta Buenos Aires. Sin embargo, cuando viaja a París, su figura se “asordina” y perfecciona su borramiento, convirtiéndose en un “escritor casi secreto”, “silencioso” e “ilegible” (Dalmaroni, 2010; Premat, 2009). Considerando estas lecturas de la crítica, la propuesta de este artículo será revisar el gesto a través del cual Saer se borra, pensar qué imágenes y demoras figuran su forma de escribir “no estando” en el extranjero y descubrir qué filiaciones acaso perfeccionan y moldean ese anonimato.
Durante los primeros años de su residencia francesa Saer escribe poemas sobre el viaje y lo extranjero, muchos de las cuales permanecieron inéditos hasta la publicación de los borradores que recuperan parte del archivo del escritor. Como se verá, estos ponen en escena a un sujeto que se desplaza por París y que se desdobla en una serie de escritores-viajeros, fundamentalmente Rubén Darío, que también vivieron en la capital francesa. La versión iconoclasta y desinteresada del viaje a París -que se inscribe en la línea del “desencanto” inaugurada por Sarmiento y sedimentada durante el modernismo- le permite resistir otras imágenes cristalizadas: la del escritor exitoso pero asimilado que adopta la lengua extranjera, como Héctor Biancotti, la del intelectual comprometido -Cortázar, Vargas Llosa- y, sobre todo, desarticular la alquimia sesentista, que ubicaba la ciudad como renovado centro de la vanguardia artística y política. De este modo, como se verá, Saer se inscribe en el extranjero a partir de una retracción anacrónica que podría leerse, en primer lugar desde su proyección sobre la figura de Darío que es, a su vez, la proyección fantasmática de una época, el París del siglo XIX sobre el París contemporáneo1; en segundo lugar en la relación, a la vez inmediata y diferida, con la política, legible en su participación en algunos debates sobre el compromiso del escritor y en la escritura de textos “políticos”, cuya publicación significativamente retrasa o aplaza para siempre, y finalmente en la demora a través de la cual se vincula con René Char.
I. SOÑAR CON DARÍO
“‘¿de qué modo una ausencia puede ser singular? ¿Y qué significa, para un individuo, ocupar el lugar de un muerto, asentar las propias huellas en un lugar vacío?’” (Foucault, citado en Agamben, 2009, 85)
El año de su llegada a París, Juan José Saer le dedica tres poemas a Rubén Darío que no fueron publicados en El arte de narrar2: “A Rubén Darío”, un poema sin título vinculado al anterior y “Martes nublado”.3 En el primero, el sujeto confiesa haber soñado con Darío:
Cuando me desperté, usted ya había muerto.
Pero en el sueño estaba vivo, borracho,
del brazo de Verlaine, desnudo. Nevaba.
Copulaban los dos en la rue Vaugirard.
Rubén: si he soñado esta noche con usted,
es porque en la memoria de todos usted baila, solitario,
como un cometa que ya es ceniza en el momento mismo de arder
Fuente: (Saer, 2014, 155).
El segundo poema retoma algunos versos del “Soneto Autumnal al Marqués de Bradomín”, que Darío le dedica a su amigo Ramón del Valle Inclán, autor de las Sonatas: memorias del marqués de Bradomín. En el poema dariano, el poeta saluda al Marqués a su regreso de un “Versalles doliente”; le confiesa haber pensado en él y advierte la decadencia de la ciudad, que ya no canta con la música de Verlaine4: “Había mucho frío y erraba vulgar gente./ El chorro de agua de Verlaine estaba mudo […] Versalles otoñal; una paloma; un lindo/ mármol; un vulgo errante, municipal y espeso;/ anteriores lecturas de tus sutiles prosas” (Darío, 2015, 121).5 Saer no solo retoma versos de Darío (“había mucho frío y erraba vulgar gente” y “El chorro de agua de Verlaine estaba mudo”) sino la situación misma del poema, en el que un poeta camina por París evocando “las sutiles prosas” de otro escritor. Será aquí el yo lírico el que piense en Darío al regresar del Louvre: “Iba hacia el Louvre y al cruzar un puente,/ pensé en usted. Me entristecí, Rubén” (Saer, 2014, 156) e, inmediatamente, afirma: “Estaba mudo el chorro de Verlaine/ Ninguna música en ninguna fuente”. En distintos tiempos y en distintos planos, Saer y Darío se cruzan por París, van y vienen hacia los lugares prestigiosos de la cultura pero el recorrido urbano no se traduce en una flânerie entusiasta por el espacio sino en un repliegue que los lleva a constatar un relativo silencio poético, figurado en el silencio de Verlaine.6
“Martes nublado” (1968) retoma el verso de Darío y despliega de un modo más extendido la cartografía urbana -y sonora- de París, sometida, sin embargo, a un proceso de borramiento y desencanto: “Locura:/ han preparado un mundo en el que no suena una sola voz. Cuando se hace de noche, la niebla borra/ los árboles, empasta las luces,/ y me paseo por las calles desiertas cantando/ en voz alta […]/ la ilusión de los años dorados hecha polvo color de <planeta>” (Saer, 2013, 19-20). Esa experiencia contrasta con aquella que transmiten numerosos testimonios de artistas e intelectuales que vivieron en París por aquellos años y que evocan la ciudad como paideia artística y política.7 En cambio, en los poemas que Saer le dedica a Darío, aunque el sujeto poético cumpla con los paseos del recién llegado, reconoce que se desplaza por una ciudad que se repliega en lo onírico o se descompone en las ciudades literarias que se forjan entre Verlaine, Darío y Valle Inclán. París es una pesadilla y un laberinto en el que se sigue la huella de un poeta muerto. En “A Rubén Darío” el sujeto lírico le confiesa al poeta: “El deseo, ante un hombre como usted,/ es rehacer su vida paso a paso/ desde el nacimiento hasta la muerte/ para encontrar -dónde- la semilla que germinó toda su claridad” (2014, 155); y también, en el segundo poema: “No había nadie. Estaba solo y quise/ saber quién es usted, quién había sido” (2014, 156). La pregunta, dos veces formulada, es una interrogación que, apelando a la indagación biográfica, apunta a desentrañar las morales formales de la estética ácrata de Darío, una convicción modernista que será clave para las gravitaciones de la poesía en la obra del escritor santafesino.8
Como se sabe, París forma parte de los sueños de infancia de Darío y en su juventud profesa un arrobamiento religioso hacia la ciudad: “París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria” (Darío, 1918, 40). La ciudad es la meca literaria, instancia de formación y notoriedad, centro de religación del modernismo hispanoamericano y espacio privilegiado para consolidar o transformar la imagen de escritor (Colombi, 2008; Zanetti, 1994). Sin embargo, será también un espacio de simulacros y espejismos, el “epicentro de la neurosis” capaz de deparar el anonimato, el fracaso, la locura y el suicidio. Entre el rotundo fracaso de París (representado en Julián del Casal y Horacio Quiroga) y la asimilación de Gómez Carrillo,9 “se encuentran los refractarios como Darío” (Colombi, 2004, 189), quien interpondrá la distancia y registrará el progresivo deterioro de la ciudad, socavando su prestigio estético que ahora encuentra subsumido en un mundo aburguesado y de creciente mercantilización en el que el arte se vuelve complaciente. Saer recupera esa vía refractaria y la extrema: allí dónde Darío podía refugiarse, encontrar reconocimiento y cumplir funciones religadoras dentro de la colonia de escritores hispanoamericanos, el argentino se autofigura, casi sin excepciones, como un escritor anónimo y solitario.
“Rubén en Santiago”, un poema de 1970, comienza a responder esos interrogantes sobre el “secreto” de la poesía dariana que Saer había formulado apenas llegado a Francia. Intitulado originalmente “Pichón Garay viaja leyendo una autobiografía de Rubén Darío”, el texto yuxtapone, a partir de la ambigüedad gramatical de la tercera persona, los viajes de Darío, Saer y Pichón Garay (el personaje que abandona la zona y permite pensar la experiencia del extranjero) entre París y la Bretaña francesa,10 y retoma además el traslado de Rubén Darío desde Valparaíso a Santiago de Chile a partir de una sutil reescritura ensayada sobre algunos textos de Darío, y sobre su Autobiografía.11 Como ha señalado la crítica, el poema de Saer es a la vez homenaje y escritura contrapuntística de la solidez dariana.12 A medida que retoma diversos momentos de su vida Saer indaga los efectos que la errancia cosmopolita y la frecuentación del medio literario tuvieron sobre la lengua, el cuerpo y la escritura de Darío. Escande y desmonta las imágenes asociadas al poeta: la de genio, la de la puta decrépita a la que pasean de país en país, la del chico engreído, la del epígono de Campoamor, la del poeta que cambió su piel de serpientes por un abrigo de paño inglés, la del amanuense, para advertir que “eso” que quería indagar desde 1968 no podía responderse por la imagen pública de Darío: “el tumulto de la gloria a su alrededor/ la identidad deseada, pero que servía,/ al fin de cuentas, únicamente a otros” (2000, 72). Porque lo que él quería, “ningún/ deseo, ningún equilibrio, ninguna predestinación/ y únicamente la mano decrépita,/ deslizándose de izquierda a derecha y sembrando/ […] unos signos incomprensibles/ en los que otros dicen oír/ el canto de las estrellas” (Saer, 2000, 72). Un repliegue y una escisión entre hombre y escritor que se lee en “Dilucidaciones”, el prólogo a El canto errante (1907), y que será clave en los ensayos de Saer a partir de su idea del “escritor sin atributos”,13 no definido de antemano según determinaciones nacionales, económicas y sociales. La concentración en la mano del poeta es significativa porque la imagen condensa una moral de la forma de la poética saeriana en la que se vuelve imprescindible “escribir a mano”, insistencia que vuelve reiteradamente en los poemas, ensayos y entrevistas: “La escritura, en el sentido grafológico, perfectamente individualizada, lleva las marcas del cuerpo […]. Escribir es así una especie de traslado en que lo vivido pasa, a través del tiempo, de un cuerpo a otro” (Saer, 2004, 288-9). Una forma de sedimentar el cuerpo escribiente en caligrafía poética y material, visible.
Si efectivamente, como apunta Berg, el poema retoma el retrato de artista ejemplar en el contexto de las transformaciones de la modernidad y da cuenta de la decadencia y pérdida del aura del último Darío, comparado aquí, benjaminianamente, a una prostituta ante la aceptación de las presiones del mercado: ¿qué gesto anacrónico cabría leer cuando Saer retoma a su vez a Darío en relación a las exigencias estéticas y políticas de la época de la que él es contemporáneo? El gesto de autor, dibujado en el umbral de la compleja figuración dariana, consiste aquí en esa escansión y ese despojo de las imágenes cristalizadas por la cultura y también en esa identificación generacionalmente anómala porque, a dos años de llegar a París, Saer no se identifica con el joven Darío que desembarca en Valparaíso ansioso de proyectos, sino con el pesimismo doliente del poeta ya consagrado que puede, hacia el final de su carrera, abominar de la “literatura” y de la “crítica” (Cfr. “Dilucidaciones”).
El escritor argentino arriba a París poco tiempo después de los acontecimientos políticos de Mayo del 68, un momento particularmente significativo que comenzaba a marcar el fin de las expectativas políticas de cambio inminente que habían signado el período anterior. El descalabro temporal que marca las filiaciones saerianas del viaje se convierte en el síntoma de la colocación alternativa y refractaria de Saer con respecto a las morales políticas de la época -la política como el parámetro de legitimación de la producción textual y de autorización de las nuevas figuras del intelectual (Gilman, 2003)-. Pese a ello, la política no está ausente de sus preocupaciones porque Saer reconstruye una cartografía parisina que evoca al París del siglo XIX14, y lee en las ruinas de la ciudad la pervivencia del “comunista Auguste Blanqui”15 y la de los comuneros de París, referencia clave que también se retoma en los sesenta.
“En la pared de los federados” evoca los acontecimientos políticos que se dieron junto al muro del Cementerio del Père-Lachaise, el fusilamiento de 147 federados combatientes de la Comuna de Paris, que fueron muertos y echados a una fosa abierta al pie del muro el 28 de mayo de 1871.16 El sujeto que camina entre las tumbas advierte el hiato temporal entre el presente de la escritura (alrededor de 1970) y el pasado: “Ya no se escuchan ni el dolor ni el sabor/ de la pólvora ni de la sangre. Estamos más muertos que vivos” (Saer, 2011, 28), y pronuncia una advertencia que suena al menos inusual en la poética de Saer: “porque nada, porque nada/ -ni pájaro, ni rama, ni río, ni tormenta, ni flor-/ tendrá una voz para cantar/ si no viene de la pared manchada de sangre/ que se levanta todavía del otro lado de esas tumbas” (Saer, 2011, 28). Una advertencia que podría leerse como otra “Arte poética”: el pájaro, la rama, el río, la tormenta y la flor son los materiales predilectos de buena parte de su obra y un nuevo homenaje a la poética de Juan L. Ortiz que sólo podrían cantar, benjaminianamente, si su voz se levantara desde las ruinas no redimidas de la historia. Como señala Claudia Gilman, tanto en el período de emancipación, como durante el torbellino modernista y, finalmente durante los sesenta los intelectuales latinoamericanos asumen un fuerte compromiso de pertenencia con respecto al continente y buscan unir las preocupaciones culturales y políticas en un proyecto superador de las fronteras nacionales. Sin embargo, Saer, como “contemporáneo”, “cita” la historia, interpola el tiempo y activa el imaginario decimonónico de la Comuna de París como el espejo que desacredita las divisas políticas de su presente, cuyo agotamiento lee en la rápida reactivación de las formas más tradicionales y conservadoras en la universidad luego de los sucesos de Mayo del 68.17
El destiempo político desde el cual el escritor elige, a la vez, participar y sustraerse de los imperativos y debates de la época se lee también alrededor de su práctica ensayística. A principios de los setenta, Saer estaba preparando la edición de un conjunto de ensayos sobre acontecimientos políticos y sociales de Europa y de América latina que luego no se publicó. Allí discute las cristalizaciones sobre el “compromiso”, interpela las figuras más radicalizadas del intelectual, escribe sobre notas periodísticas del momento y polemiza con escritores como Cortázar y Vargas Llosa18: modos de un Saer polemista y ocupado de la contingencia que sus ensayos efectivamente publicados morigeran19, velan y espesan en reflexiones más amplias sobre la narración y la novela.
II. RENÉ CHAR: UNA CORRESPONDENCIA DIFERIDA
En 1988, Saer evoca su llegada a Francia en un breve texto compuesto a propósito de la muerte del poeta francés René Char que no es sólo un homenaje a su poesía sino una rememoración de sus primeros días en París. Allí cuenta que al llegar traía consigo una carta en la que Raúl Gustavo Aguirre, el traductor argentino de Char20, saludaba al gran poeta. Saer, no obstante la oportunidad que tenía para conocerlo, nunca entregó la misiva: “ese saludo era al mismo tiempo una generosa carta de presentación que por timidez o discreción me abstuve de hacerle llegar” (Saer, 2015, 134). Lo que sí hace es comprar Furia y misterio, una antología de poemas de Char, y advierte que su primera experiencia en Francia es inseparable de su poesía: “Los recuerdos de esos días tienen la forma, el tinte y el sabor de su vehemencia clara y decidida, capaz de revelarnos la complejidad de las cosas elementales cuando surgen en el teatro de lo visible, envueltas todavía en su ganga de noche y de intemperie” (Saer, 2015, 134).21 La demora saeriana se “salda” poéticamente recién veinte años después. El texto homenaje “Vecindades de Char” deviene una conversación que Saer entabla con los muertos -Aguirre había fallecido unos años antes en 1983-: “Yo me permito transmitir hoy a René Char su saludo” (2015, 135). El Saer ya consagrado de fines de los ochenta puede, ahora sí, ser el intermediario entre el traductor y Char, aunque esa mediación ya no redunde en beneficios en términos de visibilidad y reconocimiento en la escena literaria francesa.
La figura de Saer en el extranjero estará signada siempre por esos desfasajes temporales que lo hacen, en 1968, proyectarse en la sombra de Darío, y en 1988, “entregar” la “falsa” misiva de Aguirre a Char, cuyas poesías signaron sus primeros días parisinos. “Rigor poético y orgullosa intransigencia” son los dones que exaltaba Aguirre mientras escribía la esquela para Char, y que retoma Saer en su póstumo saludo. Soñar y conversar con los muertos -como también lo hacía Darío con respecto a Verlaine22 y Saer con respecto a Darío- le permite, por un lado, filiar su experiencia parisina en una sutil trama de poetas y linajes y diferir, por el otro, el encuentro con sus “contemporáneos”.
CONSIDERACIONES FINALES
¿Qué vienen a decir esas selecciones poéticas excéntricas, a la vez marginales y centrales para la historia de la literatura, las demoras y conversaciones póstumas entre poetas y traductores, la desrealización anacrónica de París, el aislamiento de Saer con respecto a la colonia de escritores latinoamericanos reconocidos y el sucesivo aplazamiento de publicación de los textos más estrictamente políticos? Como intentó mostrarse, Saer traza en el extranjero el gesto del “exiliado”, una palabra elástica en el vocabulario del escritor que no se circunscribe al ostracismo político y comprende una dimensión ontológica, similar a la que Jean-Luc Nancy imagina en “La existencia exiliada”. Allí Nancy apuesta por un exilio no dialectizable en los términos de ida y retorno, y propone pensarlo, en cambio, como “una negatividad pura y simple”: un asilo que “[constituye] por sí mismo la propiedad de lo propio” (Nancy, 1996, 38). Ese “asilo” estará para Saer ubicado en el intermedio que se dibuja, como él mismo lo señala, “Entre dos aguas”, en ese continuum23 de la indeterminación geográfica que enlaza ciudades distanciadas: Santa Fe y París, Santiago de Chile, Rosario y Rennes. De este modo, “Rubén en Santiago” condensa ese movimiento que funde identidades, tiempos, geografías y voces poéticas, y permite pensar en la biblioteca alternativa de célebres raros latinoamericanos que Saer levanta contra los riesgos de la “nacionalidad fetichizada” del exotismo latinoamericanista: Macedonio Fernández, Onetti, Vallejo, Borges, Juan L. Ortiz, Felisberto Hernández. Entre espacios distantes y temporalidades anacrónicas, Saer descubre una versión íntima, temporalizada y extrañada de la patria como asilo incalculable de lo extranjero.
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Notas
Notas de autor
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