Resumen:
Entre los atributos que han caracterizado a los gobiernos de izquierdas y el progresismo durante los tres primeros lustros del nuevo siglo en América Latina y El Caribe, destaca la búsqueda de una maximización de la autonomía, tanto en el ámbito nacional como exterior de su gestión gubernamental, la defensa de la soberanía nacional y la búsqueda de una reducción de las grandes desigualdades socio-económicas. Si bien los años recientes hablan de una contracción de esos avances, también vale resaltar una gran lección extraída de esos intensos años de esfuerzos integracionistas, la importancia vital de establecer ese escenario político regional favorable para consolidar la concertación política y el redimensionamiento de nuestras autonomías.
Palabras clave:AutonomíaAutonomía,Política ExteriorPolítica Exterior,Integración Regional Ciclo PolíticoIntegración Regional Ciclo Político,Gobiernos de IzquierdasGobiernos de Izquierdas,ProgresismoProgresismo.
Abstract:
Among the attributes that have characterized leftist governments and progressivism during the first three decades of the new century in Latin America and the Caribbean, the search for a maximization of autonomy, both nationally and abroad, of its government management stands out, the defense of national sovereignty and the search for a reduction of the gap in socio-economic inequalities. Although recent years speak of a contraction of these advances, it is also worth highlighting a great lesson drawn from those intense years of integration efforts, the vital importance of establishing this favorable regional political scenario to consolidate political consensus and the resizing of our autonomies.
Keywords: Autonomy, Foreign Policy, Regional Integration, Political Cycle, Left Governments, Progressivism.
Dossier
La autonomía como eje articulador de las políticas exteriores latinoamericanas a inicios del siglo XXI
Autonomy as the Articulating Axis of Foreign Policy of Latin America and the Caribbean in the 21st Century
Recepción: 10 Agosto 2019
Aprobación: 25 Agosto 2019
Como parte de un importante volumen publicado a modo de balance de un quinquenio de trabajo, por la Red de Integración de América Latina y el Caribe (REDIALC), aportamos un texto dedicado a analizar los cambios en el comportamiento de las políticas exteriores de nuestra región durante los tres primeros lustros del presente siglo. En esa ocasión, el énfasis fue puesto en el estudio de los principales mecanismos e instrumentos político-diplomáticos que habían destacado, por su activa presencia, durante el período de auge del intenso proceso de cambios socio-políticos vividos en la región. (Oliva Campos, 2018, pp. 371-386)
Entre los atributos que han caracterizado a los gobiernos de izquierda y el progresismo durante los tres primeros lustros del nuevo siglo, destaca la búsqueda de una maximización de la autonomía, tanto en el ámbito nacional como exterior de su gestión gubernamental, la defensa de la soberanía nacional y la búsqueda de una reducción de las grandes desigualdades socio-económicas que caracterizan a nuestros países. Tomando como referente lo abordado en nuestro texto en la REDIALC, vamos a centrar la atención en ese primero de los atributos mencionados, la autonomía, con énfasis en los esfuerzos realizados para hacer avanzar la integración regional.
Uno de los principales logros alcanzados por los gobiernos de cambio durante su período de auge (2002-2014), fue el impulso dado a los procesos de integración en la región, con un particular énfasis en el plano político-diplomático. Y, si bien los años posteriores hablan de una contracción de esos avances, respondiendo directamente a la salida del gobierno de algunos de esos actores políticos de cambio y a una recuperación de las fuerzas de derecha, también vale resaltar una gran lección extraída de esos intensos años de esfuerzos integracionistas, la importancia vital de establecer ese escenario político regional favorable para consolidar la concertación política y el redimensionamiento de nuestras autonomías.
El texto que a continuación se ofrece está dividido en tres secciones fundamentales. La primera coloca la perspectiva conceptual desde la cual se aborda el tema de la autonomía, proyectado históricamente con énfasis en el plano de nuestras políticas exteriores. La segunda, nos sumerge en el tema de la autonomía desde lo doméstico, exponiendo cuán determinantes resultaron los márgenes autonómicos de que disfrutaron los gobiernos de izquierdas y el progresismo, para sus gestiones gubernamentales a nivel nacional y como esto impactó en los alcances de sus políticas exteriores. La tercera sección nos coloca en la coyuntura actual, evaluando tanto los efectos del declive del ciclo político de gobiernos de cambio, como en los obstáculos que fueron presentándose para la integración regional, planteados en perspectiva para un debate abierto.
Resulta sugerente, desde nuestro entender, cómo el tema de la autonomía de las políticas exteriores sobrepasó a los actores directamente implicados, convirtiéndose en un fenómeno regional. Desde una amplia gama de matices, más tenues unos, más evidentes otros, se generalizó un redimensionamiento de las agendas de las políticas exteriores de la comunidad de países latinoamericanos y caribeños, facilitado, a su vez, por un conjunto de factores que, tanto a nivel de región como de todo el sistema internacional, determinaron las particulares condiciones bajo las cuales transitó América Latina y El Caribe de la Guerra a la Pos Guerra Fría. (Oliva Campos, 2019)
Cuánto se avanzó y si esto se apreció más en su dimensión económica o en la política, será una tarea indispensable por hacer. Finalmente, ya a la altura de la fecha en que nos encontramos, se avanzarán algunas ideas para entender el declive de esa ola autonómica regional y sus principales causas. Se buscarán respuestas para ese quiebre del consenso multilateral que se hizo evidente durante los años de esplendor del ciclo político (2002-2014). También amerita la reflexión la incidencia de un conjunto de factores inter-actuantes, como el cambio en las condiciones económicas internacionales, inicialmente favorables; la sustitución de algunos de esos proyectos políticos alternativos en países como Brasil, Argentina y Ecuador; la emergencia de una llamada Nueva Derecha regional, pendiente de un mayor análisis para precisar lo nuevo de lo reciclado; y el más reciente involucramiento de la Administración Trump contra nuestra región, persiguiendo la caída de lo que ha denominado “la Troika de la Tiranía”, refiriéndose a Venezuela, Nicaragua y Cuba, en la búsqueda de superar definitivamente el que ha sido hasta la fecha el Ciclo político de mayores cambios dentro de nuestra comunidad regional.
El estudio de la autonomía de las políticas exteriores de la región tiene una larga y rica historia, construida por importantes pensadores que han dejado una reconocida obra como Helio Jaguaribe (Autonomía periférica y hegemonía céntrica, 1979; y América Latina y los procesos de integración, 2010) y Juan Carlos Puig (Políticas Exteriores Comparadas de América Latina, 1984; e Integración y autonomía de América Latina en las postrimerías del siglo XX, 1986), entre otros. Ambos autores resultan básicos para la perspectiva analítica que se pretende recuperar.
Rescatando ideas centrales de las muy conocidas tesis de Jaguaribe sobre la dicotómica relación existente entre el centro hegemónico y la periferia regional, destaca la precisión del autor acerca de entenderlas como relaciones que “abarcan todos los planos de la realidad social, de lo económico a lo cultural; de lo social a lo político, pero en su conjunto se encuentran condicionadas por una fuerte asimetría estructural, que privilegia al centro en detrimento de la periferia”. (Jaguaribe, 1979, p. 94)
Mientras que Puig (1986), por su parte, aporta otra perspectiva crucial de esa asimetría, profundizando en la lógica del poder que la determina. Para el reconocido teórico argentino:
Autonomizar significa ampliar el margen de decisión propia y normalmente implica recortar el que disfruta el oponente. Salvo casos límite o atípicos, el logro de una mayor autonomía supone en el corto plazo un juego estratégico de suma cero en el cual alguien gana lo que otro pierde (…). (p. 33)
¿Qué se interpreta de las teorizaciones de ambos autores? Que Estados Unidos y los sectores oligárquicos nacionales aliados, como componentes claves del sistema de dominación impuesto a los países de América Latina y El Caribe, resultaron los actores que se sintieron afectados y pasaron a confrontar directamente esas acciones de maximización autonómica vividas en la región en estos años. No obstante, llama la atención que, por sus diversas razones, ambos actores no reaccionaron en el mismo momento contra los nuevos actores sociales y políticos que ascendieron en América Latina.
Estados Unidos respondió, sobre todo, al privilegio de otros intereses globales en su agenda de la Pos Guerra Fría, en conjunción con el hecho de que el fin de la crisis centroamericana de los 80; la supresión de la alianza estratégica de Cuba con la URSS, tras su desaparición; así como la configuración de un hemisferio dominado por gobiernos aliados aplicando políticas neoliberales, le hicieron ver a la región como estable y libre de amenazas a su seguridad e intereses nacionales. Mientras que esas oligarquías nacionales cayeron en crisis debido a la debacle socio-económica generada por el neoliberalismo que facilitó, bajo diversos formatos, la emergencia de los mencionados gobiernos alternativos. En resumen, la potencia hegemónica se concentró en otros intereses estratégicos, mientras sus aliados oligárquicos pagaban por la crisis profunda generada al interior de sus países.
De tal forma que, ante los cambios socio-políticos operados en la región, no hubo una inmediata reacción activa de parte de Estados Unidos que, por demás, sufrió un cambio radical a partir de los ataques sufridos por ese país el 11 de septiembre de 2001. Con ese dramático acontecimiento, el foco de atención de su política exterior se concentró en las respuestas bélicas contra el terrorismo en el Medio Oriente, principalmente.
No obstante, muy lejos de lo que pueda argumentarse, no hubo un vacío de políticas hacia América Latina y El Caribe. Cambió su posición estratégica en lo que a prioridades se refiere, pero sin olvidar el papel y el lugar permanente que ocupa la región en la matriz global de la política exterior estadounidense. Desde el fin de la Guerra Fría y durante todo el tiempo de auge del Ciclo de gobiernos de izquierdas y progresistas en América Latina, las propuestas de relacionamiento interamericano se movieron, fundamentalmente, en el plano de una suerte de Neo-Panamericanismo, basado en los diversos proyectos de libre comercio promovidos por Estados Unidos, a saber, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, con Canadá y México (1994); el Área de Libre Comercio para las Américas, fracasada tras la IV Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata, Argentina, en noviembre de 2005; y el regreso al bilateralismo estadounidense con la firma de Tratados de Libre Comercio con diferentes países de la región, además del acuerdo sub-regional con Centroamérica más República Dominicana (en inglés CAFTA-DR), suscrito en 2003 y que fue entrando en vigor paulatinamente a partir de 2006.
En un sugerente artículo publicado precisamente en 2006, Abraham Lowenthal planteaba lo siguiente:
La región que integran México, América Central y el Caribe –que en muchos aspectos constituyen tres regiones separadas– suma en conjunto apenas un tercio de la población total de América Latina y el Caribe, pero concentra casi la mitad de la inversión estadounidense, más de 70% del comercio interamericano y alrededor de 85% de la migración latinoamericana a EEUU. Las tres subregiones están más integradas que nunca a EEUU en términos funcionales (…). (Lowenthal, 2006, p. 68)
Más adelante hacía una acotación crucial:
(…) la Cuenca del Caribe y el Cono Sur se mueven en sentidos opuestos en relación con EEUU, mientras que los países andinos también siguen un camino diferente. Para Chile, Brasil y Argentina (y, hasta cierto punto, para el resto de los países del Mercosur), EEUU es solo uno más de los cuatro interlocutores principales (los otros son Asia, Europa y el resto de América Latina). Para estos países, EEUU no es el único, ni siquiera el principal foco a tener en cuenta para sus políticas. Aunque es un punto de referencia importante, no es «el norte» de la brújula política. Venezuela incluso se ha ubicado como rival de EEUU proponiendo la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) frente a la idea del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), cultivando lazos estrechos con Bolivia y con Cuba y explorando activamente nexos con los nuevos aspirantes al poder global, incluidos China e Irán. (Lowenthal, 2006, p. 71)
A grandes rasgos, por conocido, este fue el escenario regional planteado en los momentos de mayor auge y efervescencia de los gobiernos de izquierdas y el progresismo en América Latina. Como ya se apuntó, el tema de la autonomía tiene dos dimensiones igualmente importantes e interdependientes una de la otra, la dimensión externa, la cual ha atrapado el mayor énfasis de los estudiosos y la dimensión nacional, que pasó a alcanzar notable importancia en la medida en que fueron surgiendo esos gobiernos alternativos a los patrones políticos tradicionalmente establecidos. Porque el escenario latinoamericano de inicios del siglo XXI, con la confluencia de gobiernos de izquierdas y el progresismo, devino en un momento sin precedentes en la historia regional y, a pesar de las diferencias que los caracterizaron, tuvieron en común esa búsqueda de maximizar sus niveles de autonomía, tanto desde los espacios políticos nacionales que pudieron ocupar, como en la ampliación de sus márgenes autonómicos externos.
De ahí que las ideas de autores como Roberto Russell y Juan Gabriel Tokatlian resultan muy atinadas para proyectarlas sobre el momento de auge de estos nuevos gobiernos. Al enfrentarse al tema de la autonomía Russell y Tokatlian (2002) la entienden:
(…) Como una condición del Estado-nación que le posibilita articular y alcanzar metas políticas en forma independiente. Conforme a este significado, autonomía es una propiedad que el Estado puede tener o no a lo largo de un continuo en cuyos extremos se encuentran dos tipos ideales: total dependencia o completa autonomía.
Esta acepción del concepto se aplica a situaciones nacionales e internacionales. En términos generales, el Estado goza de autonomía interna cuando las metas que procura y formula no reflejan simplemente las demandas o intereses de grupos sociales particulares. Del mismo modo, la noción de autonomía externa se emplea habitualmente para caracterizar la habilidad del Estado, entendida como capacidad y disposición, para tomar decisiones basadas en necesidades y objetivos propios sin interferencia ni constreñimientos del exterior y para controlar procesos o acontecimientos que se producen más allá de sus fronteras. En ambos casos, la autonomía es siempre un asunto degrado que depende, principalmente, de los atributos de poder, duros y blandos, de los Estados y de las condiciones externas que se les presentan. (p. 162)
Para analizar los márgenes de autonomía que alcanzaron los gobiernos de izquierda y el progresismo del Ciclo político abierto en América Latina desde inicios del siglo XXI, se puede partir de un presupuesto general: todos se proyectaron como pos neoliberales más allá de sus signos ideológicos. Era lógico reaccionar contra el problema capital que afectaba a sus respectivos países y les había permitido construir las alianzas políticas que los llevaron al gobierno. Las diferencias, medidas en la perspectiva de qué tanto pudieron o buscaron avanzar más allá de ese horizonte, quedaron evidenciadas tanto por sus ejecutorias como por los resultados alcanzados. Pero, sería engañoso juzgar mecánicamente sus alcances por la rapidez con que se han reimpuesto nuevos escenarios neoliberales en países como Brasil, Argentina y, al parecer, también en Ecuador.
Las razones responden a tres factores principales. El primero, porque gobernaron - o gobiernan, según sea el caso - dentro de los sistemas políticos gestados por sus opositores. El segundo, porque ni siquiera en los casos de Venezuela, Ecuador y Bolivia, en donde se estableció un fuerte poder estatal, el poder económico de la oposición pudo ser totalmente superado. Tal situación originó -y origina para los gobiernos aún vigentes- permanentes confrontaciones con sus opositores. Así le ocurrió al Presidente Correa en Ecuador, en su momento, e incluso en Venezuela, país que evidencia una confrontación con la oposición, apoyada por poderes internacionales, que ha desestabilizado la economía nacional y busca lanzarlo a una cruenta guerra civil. Tampoco Evo Morales, a pesar de mostrar la economía más estable y próspera de todos los gobiernos del Ciclo, ha escapado a esa confrontación. Hugo Moldiz nos da una clave sobre el tema colocándose, precisamente, en el plano de análisis de nuestro objeto de estudio cuando afirma que la situación generada:
(…) Produce, por tanto, una autonomía relativa del Estado con respecto a las clases dominantes y sienta las bases de un período político de transición, que puede ser hacia la superación del capitalismo, o hacia la reconstitución del capitalismo sobre nuevas bases, mediante una ampliación de las élites (…). (Moldiz, 2009, pp. 192-193)
Todas las razones apuntadas, apoyadas en el razonamiento directo hecho por Moldiz, acreditan el peso que tiene nuestro estudio sobre el tema de la autonomía. Comencemos por precisar cómo Pablo Sánchez León (citado en Román Reyes, 2009), despliega una de las variables de análisis:
Se denomina autonomía estatal a la potencial capacidad del Estado de intervenir en los procesos sociales como un actor por sí mismo, a través de sus propios recursos económicos e institucionales de manera independiente a intereses constituidos en la sociedad. El Estado es un sujeto potencialmente dotado de un poder de agencia autónoma variable según contextos históricos específicos cuando se cumplen determinadas condiciones en sus relaciones con el poder de las clases sociales (…). (Román Reyes, 2009, ¶¶ 1)
Pero, el protagonismo del estado que resalta Sánchez León se revela, invariablemente, en la confrontación política entre los diversos grupos de poder. En este caso, se trata de evaluar al bloque dominante tradicional, desplazado en mayor o menor medida según sea el caso, siempre en confrontación con el que emergió y pasó a controlar las funciones del estado. A los efectos de nuestra investigación se ha articulado un concepto de poder a partir de la interpretación de diversas aproximaciones al tema (Arón, 1968; Tawney, 1952; Weber, 2012). En este sentido, se asume el poder como el juego de capacidades y resistencias entre grupos políticos y/o económicos rivales, para imponer su voluntad en cuestiones relacionadas, atendiendo a nuestro objeto de estudio, con los niveles de autonomía que pueda alcanzar un estado determinado.
Ahora bien, ¿de qué grupos rivales estamos hablando? De una parte, el bloque político que se hizo dominante al ser el articulador nacional de ese modelo de capitalismo periférico dependiente, que se gestó en nuestra región desde las últimas décadas del siglo XIX. Es en este sujeto en el que se basó Luis Tapia para definir al bloque político dominante como:
(…) la articulación que establecen uno o varios sujetos políticos con grupos clasistas organizados bajo modalidades corporativas y que monopolizan el ejercicio del poder de estado. Por poder de estado sugiero entender la capacidad efectiva de imponer decisiones a individuos, a grupos o a la sociedad en su conjunto por medio del monopolio de la soberanía política o de los espacios legítimos de hacer política que deciden sobre el destino de toda la sociedad nacional (…). (Tapia, 2009, p. 15)
También, Tapia nos aportó una precisión muy importante, referida a que este bloque político dominante puede involucrarse directamente dentro de un aparato estatal determinado o actuar como un ente controlador externo, imponiendo condicionamientos diferentes a esa autonomía relativa del estado ya apuntada. Para este autor:
La idea general de la autonomía relativa consiste en pensar que históricamente se producen algunas coyunturas —que pueden ser de corta, mediana o larga duración— en las que la dirección del estado se distancia, más o menos, respecto de las determinaciones estructurales y económicas más inmediatas expresadas a través de la presencia directa de miembros de la clase dominante en el seno de los principales puestos y cargos públicos de dirección en el estado. La situación de autonomía relativa, por un lado, implica que el estado no deja de responder al constreñimiento de reproducción simple y ampliada de las estructuras capitalistas que articulan los procesos de producción y que la organización estatal responde a esos niveles económicos de estructuración de la división clasista en cada país. (Tapia, 2009, p. 111)
Esta organicidad corporativa no aparece en la heterogeneidad de coaliciones y alianzas políticas y tonalidades ideológicas que se aprecia al interior de los gobiernos de izquierdas y el progresismo. Hablamos de una izquierda latinoamericana - en realidad de muchas y diversas - emergente de un nuevo momento histórico Pos Guerra Fría, aún en construcción. Izquierdas que se lanzaron a articular alianzas políticas con sectores de la derecha que, posteriormente, como ocurrió en Brasil, actuaron rompiendo esos vínculos y ayudando a sepultar a la Presidenta Dilma Roussef y al PT.
Sin embargo, este no resultó el único problema confrontado por los gobiernos de izquierda, debido a las numerosas fracturas políticas sufridas en su interior, aspecto que Roberto Regalado explica en los siguientes términos:
(…) en ocasiones, la cuestión tampoco radica únicamente en la alternabilidad y las alianzas externas, sino en que dentro de los propios partidos, movimientos, frentes y coaliciones de izquierda hay corrientes socialistas, socialdemócratas y de otras identidades, que tienen discrepancias sobre cuánto respetar y cuánto forzar los límites del sistema de dominación. (Regalado, 2009, p. 35)
Es desde esa acuarela política que Tapia habla de los procesos históricos:
(…) que desplazan a los miembros de la clase dominante del estado e instauran como burocracia política y cabezas de estado a sujetos que provienen o bien de otras clases sociales o que llegan al estado a partir de su organización como partidos, y que encarnan un tipo de racionalidad más general en relación a la reproducción ampliada del capitalismo que aquellas fuerzas políticas y sujetos que responden directamente a una fracción de capitales. (Tapia, 2009, p.111)
Por tanto, todos estos gobiernos de cambio pretendieron construir un modelo socio-económico “más justo”, dentro del capitalismo. Ya el paso hacia un régimen socialista requería no sólo de condiciones objetivas y subjetivas que no estaban dadas, sino de la puesta a prueba de una tesis que no ha triunfado nunca en América Latina, la construcción de una sociedad socialista, desde dentro del capitalismo, por vías pacíficas.
Resumiendo, alcanzar el gobierno fue sólo un primer paso y lo hicieron bajo precarios niveles de autonomía. El segundo paso, alcanzar el poder político, lo vemos sólo en los tres casos mencionados, cada uno con sus resultados y mayores niveles autonómicos. Y finalmente, el tercero, lograr controlar los poderes económicos en sus respectivos países, va quedando como una meta por alcanzar, más allá de las diferencias que implica cada caso. Sin alcanzar el total control de este eslabón clave, no puede hablarse de una sustitución del bloque dominante anterior por otro nuevo, como nuevas serían las opciones para construir nuevos paradigmas autonómicos.
Comencemos por recuperar algunos presupuestos básicos como punto de partida para el siguiente análisis. Retomando a Alberto van Klaveren, hay que establecer distinciones entre política exterior y relaciones internacionales, en el entendido de que la primera se ocupa principalmente de aquellos comportamientos dentro de un país dirigidos a su medio externo; mientras que las segundas se centran en los procesos de interacción que comprenden, por lo menos, a dos unidades del sistema internacional (Van Klaveren, 1992, p. 174). A lo cual debe agregarse que el contexto internacional signado por la globalización ha establecido nuevas interdependencias entre ambos ámbitos.
Otro de esos presupuestos a mencionar estaría directamente referido a los cambios ocurridos en el comportamiento de las políticas exteriores, con toda la atención puesta en América Latina y El Caribe. Y es que al proceder a comparar la agenda que predominó ayer para nuestras políticas exteriores, con la que existe y se desarrolla hoy, se aprecian interesantes diferencias. Los temas digamos clásicos para nuestras políticas exteriores han sido, grosso modo, la soberanía nacional, autonomía, dependencia y Estados Unidos, en su tipificación como el actor externo definitorio para todos los países de la región, en todos los ámbitos y desde esa rotunda perspectiva asimétrica ya apuntada.
Cuando evaluamos el Ciclo de gobiernos de izquierda y el progresismo de inicios del siglo XXI, salta como uno de sus presupuestos la recuperación del estado como institución encargada de hacer gobernable y funcional un orden socio-económico determinado. Con ello se buscó, pero bajo diferentes visiones, una revalorización del tema de la soberanía nacional. Ambos rasgos distintivos respondían directamente a contraponer los nuevos proyectos políticos al anterior neoliberalismo imperante.
El núcleo más radical dentro del Ciclo, léase Venezuela, Ecuador y Bolivia, aunque aquí se agregaría a Brasil por su peso específico regional, redimensionaron dentro de sus agendas de política exterior la defensa de sus intereses nacionales. Este crucial factor, demostró la búsqueda de maximizar sus niveles de autonomía y reducir, en consecuencia, la dependencia clásica, sobre todo, de Estados Unidos.
Más allá de la diferencia de matices y énfasis, en los países mencionados comenzó a apreciarse la tendencia a desarrollar una política exterior que, en líneas generales, se revelaba como “la continuación de la política interna, que promueve el desarrollo económico y la seguridad nacional, y que puede servir a otros intereses como la legitimidad del régimen o la contención de la oposición interna” (Lincoln, 1981, p. 6). A lo cual contribuyó un factor adicional, la mayor influencia de los factores globales en los procesos de formación de políticas y toma de decisiones de los estados, e incluso, la mayor influencia dentro de estos procesos de actores como las grandes transnacionales. De ahí que Ana Cobarrubias (2008) afirmara que:
En la era de la globalización los ámbitos interno e internacional están vinculados de tal forma que se habla ahora de asuntos “intermestic” (inter-no/internacional), llamados así por la combinación de las voces inglesas international y domestic. Lo interno y lo internacional comparten temas y problemas, por lo que se vuelve difícil determinar si son los factores internos o los internacionales los que tienen más influencia en la política exterior. (p. 15)
Lo interesante de esta apreciación, en lo que a nuestra región se refiere, debemos verlo desde dos ángulos, el primero, la búsqueda de nuevos relacionamientos externos, con el consiguiente incremento de la presencia e influencia de otros actores extra-regionales, sobre todo China. Pero, como un segundo aspecto a destacar, está el hecho de que estos nuevos relacionamientos respondieron a diseños de política exterior ya en curso, como el caso de Brasil, o a otros nuevos – Venezuela -, generados como resultado de los nuevos tiempos políticos. Para el caso brasileño con los gobiernos de Lula y Dilma – sobre todo el primero- el país buscó posesionarse como un “global player”, acreditando su lugar entre las primeras economías del mundo. Los mejores ejemplos para entenderlo lo ofrecen el activismo de su política exterior en los foros auspiciados por las potencias del sistema, así como en los esfuerzos por ocupar un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Teniendo un particular destaque el papel de Brasil en la creación de los BRICS. (Lechini y Giaccaglia, 2016)
Si bien Brasil ha sido el ejemplo principal - y más obvio - en la región, el otro caso a destacar es el venezolano, a partir del rediseño global a que fue sometida la política exterior de la Venezuela Bolivariana con los gobiernos del Presidente Hugo Chávez (1999-2013), posteriormente continuada por Nicolás Maduro. Un rediseño global no reconocido por la amplia bibliografía crítica existente, en la que es una constante el cuestionamiento sobre cómo fue empleado para su ejecución el recurso petróleo (Figueroa, 2017, pp. 33-53; y Romero, 2010). Pero que no puede dejar de reconocer las nuevas e importantes alianzas regionales -ALBA-TCP- e internacionales -Rusia, China, Irán e India- de los gobiernos bolivarianos.
Hablamos de una bibliografía crítica que no se atreve a reconocer cómo el Presidente Chávez elevó a niveles sin precedentes la autonomía del país y un buen ejemplo, por su carácter vital para la Seguridad Nacional, es la autonomía alcanzada por las Fuerzas Armadas bolivarianas, con el inevitable pero necesario esfuerzo económico por equiparlas y modernizarlas, como ninguna otra en la región1. Recuérdese, además, que ese nuevo diseño de política exterior no contemplaba el conflicto económico con Estados Unidos y se defendió el mantener los acuerdos sobre comercio energético con ese país, que fueron rotos y violados por la Administración Trump. Un diseño de política exterior que alcanzó mayores espacios autonómicos de negociación dentro de la OPEP y la consolidación de mercados alternativos para el petróleo venezolano que, si no han dado los resultados esperados, es debido a todos los condicionamientos que enfrenta un país dependiente de un mercado internacional controlado por las grandes potencias. A todo ello, por si no bastara, súmense los efectos en la vida nacional del conflicto planteado por Estados Unidos contra la Revolución Bolivariana.
Pasando al tema de integración regional, comencemos reiterando una idea: los nuevos procesos políticos triunfantes abrieron espacios sustantivos a sus políticas exteriores aprovechando, de una parte, la ya mencionada “descompresión” en las relaciones de la periferia latinoamericana y caribeña con los centros de poder global pero, sobre todo, porque resultó un ámbito idóneo para trabajar por las nuevas concertaciones políticas que se necesitaban.
Ahora bien, al hablar de los cambios sustanciales que comenzaron a apreciarse en el comportamiento de las políticas exteriores, debe considerarse la presencia de procesos político-diplomáticos en curso, pues provenían del período final de la Guerra Fría, sentando las bases del nuevo multilateralismo regional. Un breve pero imprescindible recuento nos remonta a la convulsa década de los años 80’s, cuando diferentes conflictos armados recorrieron la región prácticamente de un extremo al otro. Recordemos que durante la mencionada década convergieron dos acontecimientos históricos que influyeron, significativamente, para impulsar ese nuevo multilateralismo regional, la Guerra de las Malvinas (abril-junio de 1982) con sus resultados y consecuencias y la crisis generada en la Cuenca del Caribe con los conflictos armados en América Central.
¿A qué nos estamos refiriendo? A la crisis de credibilidad y legitimidad en que quedaron sumidas la OEA y el TIAR con la guerra en el Atlántico Sur; a la solidaridad latinoamericana que se generó, aparejada a fuertes críticas y cuestionamientos a la posición adoptada por Estados Unidos; a la gestación, en enero de ١٩٨٣, del llamado Grupo de Contadora (México, Panamá, Venezuela y Colombia), para buscar una alternativa negociada en Centroamérica, defendiendo sus intereses nacionales; y al proceso de democratización desatado en América del Sur, de donde emergerán los gobiernos que apoyarán a Contadora y seguirán avanzando por la concertación regional.
Con el Grupo de Contadora se abrió una nueva perspectiva funcional y operacional para las políticas exteriores de la región. De una parte, como afirmó Mario Arriola (1986), cambió la naturaleza de la diplomacia latinoamericana al trascender de acciones unilaterales a concertaciones colectivas; de otra, siguiendo el razonamiento de Alicia Frohmann (1989), porque el proceso que va de Contadora al Grupo de los Ocho -al incorporarse Argentina, Brasil, Perú y Uruguay-, se constituyó en la etapa inicial de un nuevo regionalismo latinoamericano.
La continuación de ese proceso se dio con la creación del Mecanismo Permanente de Consulta y Concertación Política (MPCCP) del Grupo de los Ocho, durante una reunión de cancilleres celebrada en Río de Janeiro, Brasil, los días 17 y 18 de diciembre de 1986. A la altura de 1990, Ecuador, Bolivia y Paraguay se sumaron a este esfuerzo multilateral y comenzaron a ser denominados Grupo de Río. Seguidamente, se fueron incorporando Chile, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, República Dominicana, Belice y CARICOM, en representación rotativa. Es importante destacar que entre los objetivos declarados del MPCCP se avanzaron temas y metas que posteriormente serían centrales para la región. Señalemos, por ejemplo:
Continuar trabajando por la consolidación de la democracia;
la ampliación de la cooperación política y económica;
la activación de los mecanismos de integración;
y el fortalecimiento del diálogo con otras naciones; entre otros. (Frohmann, 1989, pp. 400-401)
Las experiencias transmitidas por el embajador ecuatoriano Patricio Palacios Ceballos, ex -Coordinador del Grupo de Río, resultan ilustrativas para comprender las fórmulas bajo las cuales se fue construyendo un entendimiento común en lo que devino en la búsqueda de “una la unidad desde las diferencias”. Palacios Ceballos (2008) se refiere al consenso, en el entendido de ser un sistema de decisión sin voto, validando un conocido proverbio, “el que calla otorga”. Aunque aclara que “las decisiones y recomendaciones adoptadas por consenso tienen exactamente el mismo valor y alcance jurídico que si un voto hubiese intervenido.” (p. 44)
Las reflexiones del embajador resultan comprensibles para esos primeros tiempos demandantes de la imprescindible construcción de confianzas mutuas. Romper viejos esquemas, superar -o al menos manejar con más autonomía- los márgenes históricos de relacionamiento externo y comprender que el diálogo y la concertación política aumentan sustancialmente las capacidades de negociación de los gobiernos, están entre las experiencias acumuladas, que se tradujeron posteriormente en la creación de la UNASUR y la CELAC.
En esencia, los documentos finales de las Cumbres, públicos obviamente, se concretan sobre un universo de temas de interés regional, como pueden ser el medioambiente, narcotráfico, la migración, el enfrentamiento conjunto a los desastres naturales, por sólo mencionar algunos. Visto así, podría pensarse que no trascendieron los esquemas diplomáticos que predominan en las relaciones internacionales, con el ejemplo de la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU) como el más elocuente. Pero, la historia de ésta concertación política regional revela aspectos que avalan su desarrollo.
El Grupo de Río logró sobreponerse a muchas limitaciones, ya que las dinámicas políticas desatadas en la región desbordaron esos patrones. En primer lugar, no sólo por su larga y tortuosa, pero finalmente exitosa historia -Contadora/De Apoyo/MPCCP/De Río/CALC/CELAC- sino porque la propia complejidad de su construcción lo solidificó. Tal es así que les permitió concluir con la exclusión de Cuba de la comunidad regional- fue reintegrada durante la Cumbre del Grupo de Río de 2008- Y, sobre todo, se llegó al convencimiento de la necesidad de contar con un mecanismo imprescindible y propio de América Latina y El Caribe, sin la presencia de Estados Unidos. El Grupo de Río fue un elocuente ejemplo de la búsqueda y alcances de una maximización de la autonomía regional.
Repasemos, ahora, el escenario regional de la integración en estos primeros lustros del siglo XXI. Hagámoslo con una perspectiva sistémica:
El sub-sistema de proyectos Neo-Panamericanos de Libre Comercio que contiene el mencionado TLCAN, el Tratado de Libre Comercio con Centroamérica más la República Dominicana (TLCCA-RD), y los numerosos tratados bilaterales o multilaterales – como el proyectado TLC entre los países del Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras) con Colombia. Omitiéndose, como es lógico, la mención a la fracasada Área de Libre Comercio para las Américas.
Un segundo subsistema estaría conformado por los esquemas clásicos de integración económica, a saber, el Sistema de Integración Centroamericana (SICA), el Mercado Común del Caribe (CARICOM), la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y el MERCOSUR.
Un tercer subsistema se gestaría en 2011, la Alianza del Pacífico, a partir de la propuesta original del entonces Presidente peruano Alan García (2006), con la presencia de Colombia, Chile, México y Perú, inicialmente.
Un cuarto sub-sistema se mueve en el eje político-diplomático, configurándose como mecanismo de concertación política. Ellos son la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC); agregando, con sus especificidades, a la Asociación de Estados del Caribe (AEC), diseñada para estimular la cooperación y la colaboración subregional.
Y resta colocar, como un subsistema en sí mismo, a la Alternativa Bolivariana para la América - Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP) -, que tiene como distintivo el alineamiento político-ideológico de sus miembros fundadores: Cuba, la República Bolivariana de Venezuela, la República del Ecuador, el Estado Plurinacional de Bolivia, y la República de Nicaragua. A diferencia de los restantes subsistemas, el ALBA-TCP promueve la complementación económica para regular las asimetrías, y se rige por criterios de cooperación y solidaridad no definidos por otros.
Un proyecto de integración de diferente naturaleza, que articula económicamente a naciones sudamericanas y caribeñas, a través del estratégico esquema de suministro de energéticos a precios preferenciales PetroCaribe. Proyecto que contempla diferentes ejes de acción: energético, comunicacional, de salud, entre otros.
Hágase un destaque particular para este último Eje mencionado, porque ha roto posiciones políticas y barreras diplomáticas, como ningún otro ha podido hacerlo. Piénsese en cuántos países latinoamericanos hay colaboración médica cubana, siendo las posiciones políticas de sus cancillerías tradicionalmente distantes, en el mejor de los casos. Uno de los ejemplos más elocuentes lo va siendo, sin dudas, la Misión Milagro, fundada por Cuba y Venezuela en 2004 y que las cifras oficiales cubanas del 2015, reflejaban datos impresionantes:
El programa contabiliza un total de tres millones 927 mil 406 intervenciones quirúrgicas.
Fuera de las fronteras venezolanas, la misión ha realizado un millón 648 mil 147 operaciones; distribuidas de la siguiente manera: un millón 335 mil 74 en otros países de América Latina, 275 mil 716 en las islas del Caribe, 37 mil 355 en el continente africano y dos en Europa.
A diario, cerca de 15 mil pacientes con problemas visuales son atendidos en los diferentes centros oftalmológicos. A la fecha, se han realizado 23 millones 732 mil 773 consultas y se han entregado 35 millones 520 mil 15 lentes correctivos.
En Cuba, donde hace una década existían 700 oftalmólogos, en la actualidad más de mil 700 personas se profesionalizaron en esta área, y están distribuidos en toda la red de centros de salud con servicios oftalmológicos, que presta servicio a la Misión Milagro.” (Cuba Debate, 8 de julio, 2016)
Sirva el comentario para demostrar cómo, cuándo se priorizan los intereses nacionales de un país, pueden asumirse decisiones positivas para sus pueblos, que elevan las capacidades autonómicas de los estados y aportan puntos importantes a la noble idea de la integración regional. Porque aquí se realza ese carácter autonómico y a la vez inclusivo de la integración que han defendido esto países impulsores del ALBA. Una integración inclusiva por horizontal, porque incluye a todos los sectores de la población.
Esta extensa, pero imprescindible descripción, más allá de ilustrar la diversidad reinante -y la fragmentación que genera-, permite establecer las dos líneas fundamentales a través de las cuales se ha movido la integración regional en su etapa más reciente, la economía y la política, permitiéndonos el focalizar nuestro objeto de estudio en el rol protagónico que han desempeñado las políticas exteriores de nuestros países, a partir de las nuevas agendas de trabajo desplegadas por sus respectivas cancillerías. Los avances se apreciaron más desde esa concertación política que desde el plano económico. Y, si bien los gobiernos de izquierda y el progresismo impulsaron esas acciones, ya existía una cultura de la concertación en desarrollo, que no puede perderse, a pesar de los cambios que se sufran en la región.
El 2015 marcó un “parte aguas” para el Ciclo de gobiernos de izquierda y el progresismo y también para la historia regional. Comenzando por esto último es de obligatoria referencia lo ocurrido el 17 de diciembre del año anterior, con el anuncio oficial de los gobiernos de Estados Unidos y Cuba de iniciar un proceso gradual para el restablecimiento de sus relaciones diplomáticas. Prácticamente, desde enero de 1959, América Latina y El Caribe habían quedado atrapados en las redes del conflicto cubano-estadounidense. Una decisión sin precedentes como la adoptada por Barack Obama y Raúl Castro abrió muchas ventanas de oportunidades para los países de la región, facilitando el manejo de las relaciones con Cuba y enfriando muchos de los condicionamientos históricos que cargaban las cancillerías. Lamentablemente, como es conocido, con la llegada de la Administración Trump en 2017 ese proceso fue aceleradamente desmontado hasta llegar a un escenario actual de reforzamiento del bloqueo económico, financiero y comercial contra la isla y el descontrolado incremento de una retórica agresiva sumamente peligrosa, que vuelve a involucrar a toda la región.
Pero los impactos directos sobre las políticas exteriores latinoamericanas y caribeñas sobrevinieron con la aparición y desarrollo de una serie de eventos que marcaron un declive del Ciclo de gobiernos de izquierdas y el progresismo. Un trazado para entender la articulación del cambio paulatino de escenarios políticos se puede apreciar siguiendo algunos procesos electorales que acontecieron. Algunos, como en el caso brasileño, abriendo un complejo proceso iniciado con las elecciones presidenciales del 26 de octubre de 2014, que dieron la reelección a Dilma Roussef (PT) por una pequeña diferencia de votos (51% aproximadamente), frente a Aécio Neves, representante del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB).
Ya a la altura de 2012, se hizo evidente la contracción del PIB de la economía brasileña en un 3.45%, poniendo fin a los años de acelerado crecimiento iniciados con la era Lula. El problema se articulaba con un conjunto de factores como los impactos de la contracción de la economía china en la economía nacional y la caída de los precios de las materias primas en el mercado mundial. Bajo esas condiciones, Dilma Roussef buscó su reelección como Presidenta, para extender a 4 los mandatos del PT.
El gabinete del segundo gobierno de Dilma evidenció las debilidades por las que transitaba el PT y la recuperación de posiciones de los sectores claves de la clase dominante tradicional. Se reveló con la presencia de Joaquím Levy (ex funcionario del FMI) como Ministro de Economía; Nelson Barbosa, considerado un neo-desarrollista moderado, como Jefe de Planeamiento dentro del Ejecutivo; Katia Abreu (Presidenta de la Confederación nacional de Agricultura), como Ministra de esa rama, y el nombramiento de Mauro Vieira, ex embajador en Washington, como Ministro de Relaciones Exteriores, dando señales de la búsqueda de nuevos acercamientos con Estados Unidos. (Merino, 2018, pp. 246-247)
Un proceso brasileño que tuvo un primer final con el impeachment a la Presidenta Dilma Roussef, acaecido en mayo de 2016 (Goldstein, 2016; Merini, 2018; Ríos Vera, 2018; Breda, 2016). El segundo final, que impuso un forzado e ilegal cierre a los gobiernos del PT, sobrevino en 2018 con toda la persecución política orquestada contra Lula da Silva, para impedir que se postulara a la presidencia nuevamente.
Otro proceso en desarrollo ocurrió en Ecuador, donde las elecciones presidenciales del 23 de febrero de 2014, que marcaron la última reelección del Presidente Rafael Correa, ya evidenciaron un repunte de la oposición, con las victorias del líder socialcristiano, Jaime Nebot, para la Alcaldía de Guayaquil y de Mauricio Rodas en la estratégica ciudad de Quito. El colofón del proceso de reversión se ha dado con la ejecutoria presidencial mostrada por Lenín Moreno.
A estos procesos brevemente descritos se sumaron, precisamente en 2015, el triunfo electoral de Mauricio Macri en Argentina en octubre, que puso fin al período de gobiernos conocido como Kirchnerismo, por Néstor Kirchner (25 de mayo de 2003-10 de diciembre de 2007) y su esposa Cristina Fernández (10 de diciembre de 2007-9 de diciembre de 2015). Y en el caso de Venezuela, fueron las elecciones parlamentarias efectuadas el 6 de diciembre, que determinaron el triunfo de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), en aquel momento el mejor organizado de los segmentos opositores al chavismo. La MUD logró posicionar a 112 diputados de los 167 que componían la Asamblea Nacional, mayoría que le dio no sólo el control del poder legislativo sino que le permitió abrir un frente de confrontación directa con el resto de los poderes del estado, rompiendo con un ciclo de victorias electorales chavistas extendido a 17 años.
Todos los procesos electorales referenciados marcaron rupturas en relación con los desarrollos políticos precedentes en sus respectivos países. Por lo que resulta atinada la recuperación que hacen Rodríguez Virgili y Fernández (2017) de la categoría de elecciones críticas, entendida como:
Una categoría de elecciones en la que los votantes están inusualmente preocupados, en la que la medida de compromisos y vinculación con la campaña es relativamente alta, y en la que los resultados de la elección revelan una alteración aguda de los segmentos preexistentes dentro del electorado.” (p. 89)
Pero, lo utilitario de esta categoría apuntada debe enfocarse particularmente sobre el caso venezolano, por la polarización de visiones que desborda al irreconciliable conflicto ideológico planteado entre los partidarios del “chavismo” y una heterogénea oposición frustrada por las tantas derrotas electorales ya apuntadas, que consideró lo ocurrido en diciembre de 2015 como su momento histórico para intentar recuperar el poder político. Por supuesto, siempre con la gran interrogante sobre cuál de sus tendencias a lo interno sería apoyada por las restantes, para intentarlo.
La confrontación entre Ejecutivo y Legislativo llegó al punto del desconocimiento por este último de la Presidencia de Maduro, pasando a deslegitimarlo. En contraofensiva, el Chavismo convocó a elegir una nueva Asamblea Constituyente para mediados de 2017, en la cual se logró una participación del 41.5% del electorado, a la cual siguieron elecciones regionales en las que participó más del 60% de los electores.
A pesar de todas las presiones existentes, el chavismo obtuvo el 54% de los votos emitidos para constituir una nueva Asamblea Constituyente y ganó 18 de las 23 Gobernaturas regionales. Como pasos siguientes, la nueva Asamblea Constituyente adelantó la convocatoria a elecciones presidenciales para mayo de 2018. De un total de 20,5 millones de electores con derecho al voto, votaron 9.132.655. Maduro ganó la elección con el apoyo de 6.190.612 votos. Su principal adversario, Henri Falcón, el ex gobernador de Lara, postulado por una fracción de miembros del COPEI, tradicional partido socialcristiano, obtuvo 1.917.036 de votos. (Eiyb.eus, 21, mayo, 2018)
Ya a partir de este momento comienza a manifestarse un mayor involucramiento de la Administración Trump en los asuntos internos de Venezuela y presionan para romper toda propuesta de diálogo, activando la figura de Juan Guaidó como Presidente electo por la desplazada Asamblea Constituyente opositora y la historia más reciente es conocida, sobre todo, cuando el 1° de noviembre de 2018 el Asesor para Asuntos de Seguridad nacional del Presidente Trump, John Bolton pronunció su polémico discurso en Miami sobre la “Troika de la tiranía”, abriendo un nuevo ciclo de presiones, amenazas y subversión contra Venezuela, Nicaragua y Cuba. (Whitehouse.gov, November 2, 2018)
Con toda lógica, se infieren los enormes impactos de estos procesos señalados sobre la integración regional. En particular sobre el ALBA-TCP, el más independiente de esos procesos integracionistas sintió los golpes de los nuevos tiempos, no sólo por lo que ha significado el mencionado gobierno de Lenín Moreno, quebrando la cohesión de ese núcleo duro central (Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador y Nicaragua), sino por los debates generados por la crisis venezolana sobre la capacidad del gobierno bolivariano de mantener sus compromisos con PetroCaribe. (Gobierno Bolivariano de Venezuela, 09/07/2019)
Pero, el análisis propuesto quedaría en la superficie del tema si no se reconoce la influencia de un conjunto de factores que muestran como los enemigos de esa integración regional actuaron también desde escenarios externos y plataformas alternativas. Comencemos por analizar un fragmento del Informe de las amenazas globales a Estados Unidos 2014, referenciado por Gabriel Esteban Merino (2018):
Los esfuerzos regionales que reducen la influencia de EE.UU. están ganando algo de tracción. Se planifica la creación de una comunidad de América Latina y el Caribe, prevista para inaugurarse en Caracas en julio, que excluye a EE.UU. y a Canadá. Organizaciones como la Unión de Naciones del Sur de América (UNASUR) están asumiendo problemas que fueron del ámbito de la OEA (…). El éxito económico de Brasil y la estabilidad política lo han puesto en la senda del liderazgo regional. Brasilia es probable que continúe usando esa influencia para enfatizar UNASUR como el primer nivel de seguridad y mecanismo de resolución de conflictos en la región, a expensas de la OEA y de la cooperación bilateral con los Estados Unidos. También se encargará de aprovechar la organización para presentar un frente común contra Washington en asuntos políticos y de seguridad regionales. (p. 241)
Recuérdese que en ese propio 2011 surgió la Alianza del Pacífico (AP), un proyecto integracionista de libre comercio, que buscaba nuevas articulaciones con Estados Unidos y Occidente, para romper con los márgenes autonómicos que determinaban los restantes proyectos latinoamericanos. Para María Antonia Correa Serrano, la AP se balancea entre Estados unidos y la geopolítica china, ya que:
(…) Los países miembros de la Alianza tienen vínculos importantes con Estados Unidos, tanto por su modelo económico como por los tratados de libre comercio firmados con dicha potencia, pero la creación de este bloque está orientada principalmente al comercio con Asia Pacífico, pues se desarrolla en un contexto económico internacional en el cual están surgiendo potencias emergentes, como China, que está compitiendo con Estados Unidos por el comercio regional e internacional, y cuya economía es ya la segunda más importante a escala mundial. (Correa Serrano, 2016)
Pero, no sólo debe entenderse la fragmentación regional de los procesos de integración desde la perspectiva de la búsqueda de nuevas articulaciones económicas. Detrás, subyace un problema político que nos lleva a reafirmar la condicionalidad de los desarrollos alcanzados a la presencia de gobiernos que estén dispuestos a desplazar a los bloques dominantes tradicionales y a la supeditación a Estados Unidos. Y la mejor explicación se hizo evidente en marzo de 2019, cuando el gobierno ecuatoriano del Presidente Lenín Moreno anunció su salida de la UNASUR y la entrega del edificio que fungía como sede de ese organismo regional para otros propósitos del Estado ecuatoriano.
La decisión ecuatoriana dio continuidad a las anteriores salidas de Colombia, Chile, Perú y Paraguay, quedando como miembros sólo la República Bolivariana de Venezuela, el Estado Plurinacional de Bolivia, la República Cooperativa de Guyana, la República Oriental de Uruguay y Surinam.
Si se proyecta una mirada sobre la situación actual de la CELAC, se apreciará que los años de dinamismo y activismo diplomático también quedaron atrás. Por ahora, la CELAC parece que pasó a formar parte de la galería regional de Cumbres que existen, pero con un muy poco impacto político real. La relación entre la presencia de gobiernos que se propongan cambiar el tradicional estado de cosas y el avance de una integración regional autónoma e inclusiva es más que evidente. Pero, no hay que desanimarse porque ya hay una historia escrita y la responsabilidad de gobiernos como los de Venezuela, Cuba, Nicaragua y esa tan necesaria Bolivia de un Evo que pueda reelegirse, es mantener encendida esa llama y estimular nuevas mechas, a pesar de todas las adversidades presentes.