Resumen: El presente trabajo hace un llamado a dejar atrás la tradición de que en América Latina la ecología política únicamente ha centrado sus avances y productos en tres aspectos: advertencia, denuncia y crítica. Es necesario dejar este escenario para poder generar una teoría del poder con base en el poder político de la naturaleza, es el nuevo reto y necesidad de la ecología política, que sería fructífero para el ambiente y para todas las relaciones socio ambientales que confluyen en el mundo, ya que el sistema capitalista ha sido un gran responsable de la destrucción del ambiente. Retomar la idea de generar una teoría del poder desde la perspectiva de la ecología, llevará a un nuevo pacto social con la naturaleza y reemplazará el poder político mundial moderno capitalista.
Palabras clave:Ecología políticaEcología política,Teoría del poderTeoría del poder,GeopolíticaGeopolítica,NaturalezaNaturaleza.
Abstract: This paper calls for leaving behind the tradition that in Latin America political ecology has only focused its advances and products on three aspects: warning, denunciation and criticism. It is necessary to leave this scenario to be able to generate a theory of power based on the political power of nature, it is the new challenge and need of political ecology, which would be fruitful for the environment and for all the socio-environmental relations that converge in the world, since the capitalist system has been largely responsible for the destruction of the environment. Retaking the idea of generating a theory of power from the perspective of ecology, will lead to a new social pact with nature and replace modern capitalist world political power.
Keywords: Political ecology, Theory of power, Geopolitics, Nature.
Dossier
Ecología política: necesidad de una nueva teoría del poder en América Latina, basada en el poder político de la naturaleza
Political Ecology: The Need for a New Theory of Power in Latin America, Based on the Political Power of Nature
Recepción: 08 Agosto 2019
Aprobación: 20 Agosto 2019
La nueva ciencia híbrida e interdisciplinar llamada “ecología política” tiene el reto de extenderse a una narrativa capaz de incorporar a un nuevo poder político: el poder de la naturaleza. La ecología política se ha movido intensivamente en torno a la crítica a la capacidad destructiva que capitalismo global ejerce sobre la tierra y lo ha hecho tanto desde la teoría crítica como desde la acción y el discurso de resistencia. Pasando por la narrativa de salvar al planeta (Brown, 2004) y llegando a la fuerte denuncia y sistematización de los conflictos ecológicos distributivos que se presentan por todo el globo terráqueo (Martínez Alier, 2011), los ecólogos políticos se han dedicado a documentar casos que ponen su énfasis en los efectos y los impactos que producen las maquinarias de extracción y acumulación.
Especialmente en América Latina, la ecología política se ha centrado en la advertencia, la denuncia y la crítica. Pero para que la ecología política toque una cadena lógica más profunda de lo que significa lo político y no solo la conflictividad ecológica o ambiental, tiene que generar una teoría del poder que le sea propia. Lo cual implicaría un aporte fundamental para anunciar la emergencia de una trascendente concepción del mundo, que relacione a los seres humanos mismos con la co-dependencia y la co-evolución vital que se establece con los otros seres vivos del planeta y con los poderosos ritmos que imponen los ciclos naturales, integralmente, al hábitat humano: todos colocados en el ámbito de una nueva construcción política.
Esa teoría del poder que la ecología política necesita, puede ser la narrativa humana de su vínculo con la naturaleza, en el contexto crítico del cambio climático y las crisis ecológicas regionales. La ecología política debería, cada vez más, insistir en la creación de un nuevo pacto social con la naturaleza. Un renovado pacto socio-natural que substituya al viejo pacto social moderno.
La ecología política latinoamericana debería, así, extenderse hacia aspectos ecológicos y políticos que ningún pacto social entre individuos libres ha sido capaz de abarcar. Porque el pacto social moderno desechó a la naturaleza como una “voz” política “viva” y estimó que la sociedad humana era la única que ejercía una actividad válida, en medio del conjunto de seres no-humanos que habitan el planeta. Esa idea fundadora de la modernidad está siendo cuestionada por la fuerza con que la naturaleza está devolviendo el impacto de la intervención humana. La plataforma interdisciplinaria que posee la ecología política puede ofrecer la posibilidad de que surja una narrativa científica, una nueva teoría del poder, que puede estar basada en el poder de la naturaleza, como una ampliación de las teorías nacidas de la propia ecología.
Tal parece que desde la aparición de la palabra “ecología” hacia mediados del siglo XIX y luego de la ciencia que llevaría ese nombre, la ecología nace rodeada de la reflexión política. La autoría de la palabra se atribuye tanto al biólogo Ernest Haeckel como al poeta Henry David Thoreau (Deléage, 1993; pp. 71-72). Según comenta Jean Paul Deléage (1993), el contexto en que surgió la ecología era un contexto de inquietudes científicas, políticas y económicas generadas por la forma explotadora que tomaba la relación entre la humanidad industrializada y la naturaleza:
En sociedades en pleno cambio, en las que la expansión industrial saquea ya el medio ambiente en bastantes regiones, los hombres preguntan al mundo y se preguntan a sí mismos acerca de las consecuencias de la explotación de la naturaleza. La conquista colonial del globo se acaba, los medios de observación de los fenómenos naturales se multiplican. Pero bajo la hermosa seguridad del progresismo dominante, se manifiestan múltiples inquitudes sobre los efectos destructivos de la industrialización (…). Este contexto favorece también la profundización de los interrogantes científicos fundamentales en todos los terrenos. En cuanto a lo infinitamente pequeño, en el extremo microscópico de la escala de los seres vivos, el progreso de los conocimientos es particularmente notable. Aunque menos espectacular, no es menos importante en el otro extremo de la escala. Los naturalistas y los biólogos acumulan efectivamente observaciones y análisis sobre las comunidades vivas, definen nuevos conceptos como las biocenosis de Möbius o el microcosmos de Forbes, intentan cuantificar, como Semper, las relaciones entre los niveles vegetal y animal de una misma comunidad. Estos interrogantes y estas investigaciones conducen, varias décadas después del invento de la palabra, al surgimiento de una ciencia nueva (…). (p. 72)
De Haeckel se señala que “creía en una reforma política basada en el conocimiento científico de las relaciones del hombre con el mundo y en el respeto fundamental con la belleza y el orden de la naturaleza” (Deléage, 1993, p. 76) y de Thoreau se dice que:
(…) se convirtió en una de las figuras emblemáticas de la oposición a la cultura occidental, más preocupada por explotar la naturaleza que por comunicarse con ella (…) la tentación de ver, en el primer uso de la palabra por Thoreau, un símbolo de los lazos históricos entre ecología política y ecología científica era tan grande porque el autor (…) fue también un ardoroso promotor de la desobediencia civil. (Deléage, 1993, p. 72)
Una vez constituida como ciencia, la ecología ha mantenido su liga con las reflexiones políticas:
La ecología es una matriz viva de una nueva conciencia y de una nueva cultura: las de nuestra pertenencia a la naturaleza en lo más profundo de nosotros mismos, seres humanos, partes y actores a la vez del sistema global de la naturaleza. Es decir, también la conciencia de las relaciones estrechas entre los desórdenes ecológicos y los de nuestras sociedades que, ingenuamente, creen haber controlado definitivamente a la naturaleza. La intervención humana, efectivamente, acaba amenazando el propio funcionamiento y el futuro del sistema global de la naturaleza: el hombre, como otros animales, se ha comportado respecto a ella como depredador. La revolución industrial, basada en la ciencia, la ha convertido en el más eficaz de ellos, pero la naturaleza de las transformaciones que ha permitido ha hecho de él también algo más que un simple depredador. Esta situación original confiere una gran complejidad del análisis del papel específico de los humanos en los ecosistemas, análisis al que se ha confrontado la ciencia ecológica desde los orígenes. (Deléage, 1993, p. 19)
Y:
El mundo de la naturaleza ha interrumpido en la esfera de lo político. Los procesos de la biosfera y los que la sociedad es capaz de producir se aúnan y se contradicen actualmente. Los umbrales se mezclan entre lo vivo y lo artificial, entre naturaleza y cultura. Tributaria de la crisis de nuestra relación con la naturaleza, la ecología tiende a desarrollarse como un vasto conjunto de principios heurísticos. Si se pierde de vista un instante al hombre, el factor traumático más potente de la biosfera, entonces no será más que un ejercicio académico sin alcance concreto. Arthur Tansley en realidad decía lo mismo cuando afirmaba que los ecólogos no pueden limitarse a las entidades pretendidamente naturales porque, precisamente, el análisis científico debe ir más allá de las apariencias formales de estas entidades llamadas naturales. Esta actitud, añadía, sería prácticamente inútil, puesto que la ecología debe adaptarse a las condiciones creadas por las actividades humanas. Aceptar esta propuesta, significa admitir la imperiosa necesidad de ampliar todavía más el campo de la reflexión ecológica. (Deléage, 1993, p. 335)
La noción de alcance político de la ecología, posee una de sus manifestaciones más concretas en la ecología política, como campo teórico en construcción. Sus orígenes tienen inicios muy diversos, según las tradiciones intelectuales y las escuelas científicas que se citen, debido a que se considera una ciencia híbrida o interdisciplinar. Para algunos, ya en 1957 Bertrand de Jouvenel había usado el concepto de ecología política, pero sería introducido formalmente por Eric Wolf (Martínez Alier, 2011; Delgado, 2013). Para otros, los pioneros de la ecología política son Piers Blaike, Harold Brookfield y Raymond Bryant. (Nygren, 2012)
Pero prácticamente todos los autores coinciden en que es en los años 80 del siglo XX, que la ecología política comienza a formarse como un campo teórico interdisciplinar (Delgado, 2013), con la aparición de una academia-activista; como señala Joan Martínez Alier (2011):
(…) varias revistas iniciadas desde 1980 por algunos activistas llevan o han llevado el título de `Ecología Política´ en Alemania, México, Francia, Australia, Italia y probablemente otros países. Desde 1991, yo he dirigido la revista Ecología Política, una hermana ibérica de la publicación de James O´Connor, Capitalism, Nature, Socialism. El campo de la Ecología Política está creciendo. (p. 109)
Diseñada desde la geografía, la antropología, la sociología, los estudios políticos y las ciencias ambientales (Nygren, 2012), la ecología política se concibe como una ciencia híbrida y compleja y ha tenido diversos objetos de estudio: es para algunos:
(…) un marco teórico que une las dimensiones ecológicas con la economía política entendida en sentido amplio”, también “una orientación teórica que representa un esfuerzo por desarrollar la comprensión integral de cómo las fuerzas ambientales y políticas interactúan para producir un cambio social y ambiental” y “la ecología política ha sido descrita como la economía política de la naturaleza o como el análisis sociopolítico de las relaciones entre medio ambiente y la sociedad. (p. 12)
Así mismo como “una herramienta teórico-analítica de relevancia, sobre todo ante la intensificación desigual del consumo de energía y materiales, de los efectos no deseados de ciertas tecnologías, así como de la generación de desechos cuyos impactos se reflejan cada vez más en conflictos socioambientales de diversa índole y escala” (Delgado, 2013, p. 47) y como el estudio de “los conflictos ecológicos distributivos (es decir, los conflictos sobre recursos o servicios ambientales, comercializados o no comercializados)” (Martínez Alier, 2011, p. 108), conflictos en los que se enfrentan distintos lenguajes de valoración, donde el poder político y económico insiste en los valores económicos y en la explotación de la naturaleza para acumular capital y diversos grupos sociales enfatizan en los valores no-económicos de la misma, oponiendo valoraciones patrimoniales, históricas, culturales, ambientales y éticas; conflictos además con distribuciones injustas, entre los impactos de las crisis ecológicas (que generalmente recaen sobre las comunidades pobres y los ecosistemas regionales destruidos) y los beneficios de la extracción y el despojo (que acumulan las élites ricas, tanto a escalas locales, nacionales y globales). (Martínez Alier, 2011)
Estas dos últimas concepciones se refieren a la ecología política como una teoría que se concentra en el estudio de casos de conflictos ambientales o de conflictos ecológicos distributivos y es una de las más difundidas a nivel mundial y particularmente utilizada en América Latina. La centralidad en los estudios de caso de conflicto ecológico se ha multiplicado en la última década de este siglo, incluso sistematizando y reconstruyendo casos que comenzaron a principios del siglo XX.
A pesar de este énfasis crítico, que mantienen actualmente las corrientes mayores de la ecología política en Latinoamérica, en los orígenes de la ecología política, la discusión no estaba centrada en el conflicto, sino en la relación humanidad-naturaleza, como un vínculo indisoluble con el UNO sistémico. Como lo señala Jacques Robin y cito in extenso:
En la segunda mitad del siglo pasado, personas con las más diversas responsabilidades declaran que nosotros, los seres humanos, somos de la Naturaleza y estamos en la Naturaleza, a la vez que entienden con mayor claridad que la Naturaleza no se nos ha “dado” a los humanos: el crecimiento demográfico brutal y general, así como la explosión de las actividades industriales en las sociedades productivistas de Occidente, ponen en peligro las regulaciones de la biosfera que permiten la habitabilidad misma de la humanidad sobre el planeta Tierra. Se precisan importantes envites: el agua, el aire y la energía pasan a ser responsabilidades humanas. La coevolución entre las actividades cotidianas de las sociedades humanas y la biosfera se presenta como una necesidad imperiosa. Desde 1970, Nicholas Georgescu-Roegen llama la atención sobre estas relaciones incuestionables, seguido por otros economistas como Herman Daly en Estados Unidos y René Passet en Europa (1979). Al mismo tiempo se desarrollan una serie de reflexiones múltiples sobre temas conexos: la relación naturaleza-cultura, en Serge Moscovici, Edgar Morin, Ivan Illich, Teddy Goldsmith; las aplicaciones de los datos de la teoría de sistemas, en Rapoport, Joel de Rosnay; críticas sobre una visión hegemónica de la ciencia y de la tecnología, en Jacques Ellul, Bernard Charbonneau. Además, los trabajos sobre la ecología científica continúan, por ejemplo en Francia, con François Ramade, así como se consolida la afirmación del concepto de “ecosistema global de la biosfera”, en particular por Jacques Grinevald. Pero la ecología científica remite cada vez más hacia una interrogación general de lo social y de lo político y a una revolución de las mentalidades… En Europa, pensadores como André Gorz, Jean-Paul Deléage, Alain Lipietz, Wolfgang Sachs y otros, reclaman importantes transformaciones en el terreno de los transportes, del urbanismo, de las formas de trabajo, es decir, de los principales mecanismos de la sociedad productivista de mercado... Edgar Morin detalla lo que sería una “política de civilización”. La ecología política, de múltiples raíces, aparece ante muchos en Occidente como una ideología grata y abierta, capaz de orientar la marcha general de una mundialización “con rostro humano” y de salvar el foso Norte-Sur que se profundiza todos los días. La ecología política se opone a los rostros aterradores de las ideologías totalitarias, comunistas y fascistas, del siglo XX en Europa, a los nacionalismos identitarios, a las sectas religiosas y, sobre todo hoy, al ultraliberalismo económico. (Robin, 2002)
Partiendo de esta fuente de pensamiento, centrado en la indisoluble pertenencia humana a la naturaleza y no solamente en la crítica al poder, Jacques Robin refiere que el sentido profundo de la ecología política es que: “pretende traducir al campo político los múltiples aspectos y realidades que engloba el término ecología. Como se ha repetido hasta la saciedad, la palabra ecología se remonta a las raíces griegas oikos (casa) y logie (estudios metódicos del ¿para hacer qué?)”. (Robin, 2002)
Generalizado: en los últimos decenios del siglo XIX, el término ecología adopta el sentido de la organización más satisfactoria de nuestra casa Tierra, en sus relaciones con la Naturaleza que la rodea” (Robin, 2002). La ecología política, continua Robin: “tiene de excepcional el haber sido una ciencia y haber pasado a ser un asunto político y ético de mayor importancia” (Robin, 2002). La política ya no puede ignorar el factor de poder político que le representa la naturaleza. La ecología política, que puede extenderse hacia una teoría del poder de la naturaleza, debe reconocer que los impactos naturales, capaces de destruir toda la planeación estratégica de una nación, transformar los presupuestos, desfigurar los programas de fomento, modificar las balanzas comerciales, convertir lo inesperado, lo incierto, lo no planeado, de un día para otro, en una constante; es uno de los mayores retos a los que se enfrenta el pensamiento político contemporáneo.
Son diversos los pensadores sociales que coinciden con explicación de que la crisis actual de la naturaleza, está causada por el robusto sistema capitalista global: un sistema económico, poseedor de un discurso socio-técnico-moral que se contrapone al sistema ecológico, es decir, se contrapone directamente con la vida. (Wallerstein, 2001; Morin, 2008; Aguilera, 2008; Naredo, 2010; Fernández, 2011; entre otros)
La clave de esta conclusión científica se fundamenta en el proceso histórico que tuvo el pensamiento económico moderno, que se concentra actualmente en la llamada teoría económica neoclásica, sobre la que se sostiene la dinámica capitalista global. Siguiendo a José Manuel Naredo, sus principales características han sido1:
Que históricamente, la noción contemporánea de sistema económico se consolidó rechazando las consideraciones de una economía de la naturaleza; entre otras cosas, porque esta última incluía (para pesar de los primeros economistas de la naturaleza como Quesnay y Linneo), la poderosa idea de que la naturaleza posee límites físicos y territoriales y que dichos límites eran también los límites de la economía capitalista. La economía de la naturaleza, extendía su objeto de estudio a toda la biosfera y sus recursos, lo que a la larga resultó un estorbo conceptual al sistema económico capitalista.
Hacia el siglo XVIII, fueron los economistas fisiócratas franceses quienes inventaron la dinámica mecanicista del carrusel producción-consumo-crecimiento, que es la base del sistema económico capitalista (así como de la acumulación incesante de capital) y a la vez la base del pensamiento que sostiene a la economía llamada neoclásica. Por supuesto, para esta visión, la idea del límite de la naturaleza también era un obstáculo a eliminar de la ecuación económica, por lo cual se inventó la propuesta de que la naturaleza se regeneraba y ampliaba constantemente sus límites y que el crecimiento económico colaboraba en dicha ampliación (en el proceso capitalista, decían, se sembraba un grano y se obtenía una espiga de cien granos, gracias a los intereses del mercado).
A partir de esta noción de sistema económico, la economía como ciencia, fue asumiendo acríticamente que el carrusel mencionado describía toda la acción económica. La separación entre el sistema económico y el sistema ecológico se puso en marcha, tanto por el lado de la ciencia, como por el lado de la dinámica capitalista. Inició la gran ceguera. No obstante que ya en el siglo XIX la moderna goedesia, la mienerología y la química, desmintieron la noción de que la tierra crecía y ampliaba sus límites; y que economistas como John Stuart Mill aceptaban con buenos ojos el “estado estacionario” de la economía.
Fueron los economistas llamados neoclásicos, de finales del siglo XIX y principios del XX quienes vaciaron completamente la noción de la producción de toda liga con la materialidad física: la naturaleza se restringía a un mero campo de valor económico, donde los “objetos” naturales importantes eran aquellos directamente “útiles” para las actividades industriales. Tanto la tierra como el trabajo eran intercambiables por el capital. La tierra se convirtió en un factor “constante”.
A esta noción de “lo útil” se le aplicaron tres recortes epistemológicos: 1) todo lo útil en la naturaleza era sujeto de apropiación y pasaba a formar parte efectiva del patrimonio de los agentes económicos; 2) el subconjunto de los objetos naturales que eran apropiados tenían un valor de cambio y 3) solo los objetos apropiables y valorables eran considerados productibles y consumibles, asumiendo la dinámica del carrusel. Con la aplicación de esos recortes, la dinámica de producir terminó siendo la “revender con beneficios”. (Naredo, 2010, pp. 3-9)
La explicación de Naredo permite ver con lucidez como se formó históricamente el discurso del capitalismo que desintegra falsamente su relación con el cambio climático y las crisis ecológicas contemporáneas, al separar el sistema ecológico del sistema económico y no solo eso, al hacer de esto una postura científica de la economía neoclásica.
Desde esta perspectiva utilitaria de la naturaleza, Immanuel Wallerstein añade que el funcionamiento del sistema económico capitalista global es, ante todo, el funcionamiento de un sistema de acumulación destinado a dar poder a las unidades empresariales. Pero se trata de un tipo de acumulación único en la historia humana, ya que posee un rasgo particular: es una acumulación incesante, sin freno (Wallerstein, 2001, pp. 90-95). Siempre ha habido, señala Wallerstein, hombres que se enriquecen a costa del trabajo de otros, pero nunca había existido un sistema de acumulación que fuera incesante, como condición de existencia: si se detiene la acumulación, se para el propio sistema económico moderno. Esto significa que toda la estructura moderna capitalista, se ha diseñado para cumplir con esta condición de acumulación constante, sin posibilidad de detenerse. Así ha sido concebido el capitalismo moderno.
La acumulación incesante capitalista se asienta en dos pilares: primero, sobre la imperativa necesidad de expandirse geográficamente, lo cual implica llegar a más mercados, tener más opciones de producción barata y extraer el mayor número posible de “recursos naturales” y de “materias primas”. El segundo pilar, es la necesidad de bajar continuamente sus costos de producción. Los capitalistas han logrado esto incorporando nueva tecnología, bajando los salarios, haciendo más eficientes los procesos y, sobre todo, eludiendo lo más posible pagar la totalidad de muchas de sus cuentas públicas: primero sus cuentas venidas de los derechos laborales y ahora las cuentas de su extracción ambiental, generadas por sus impactos destructivos sobre los ecosistemas (lo que se ha llamado “externalidades”).
Ambos pilares actúan en combinación y tanto desde un pilar como del otro, el capitalismo global se ha transformado en el factor principal del cambio climático y de las crisis ecológicas planetarias. Para el capitalismo global depredar la naturaleza no es una opción: es una condición de funcionamiento. En su búsqueda incesante de materias primas y energéticos, los capitalistas (particularmente los grandes capitalistas) expanden sus fronteras de influencia desarrollando circuitos mundiales de extracción, concentración y consumo, que impactan negativamente los ecosistemas: la pérdida de la biodiversidad en manos del monocultivo, la geopolítica del petróleo y del gas natural (que se manifiestan actualmente en prácticas como el fraking), la devastación de zonas de reserva, el tráfico ilegal de “recursos naturales”; la contaminación de las fuentes de agua por la actividad industrial, responden a esta expansión geográfica para mantener la acumulación incesante. Wallerstein (2001) lo dice así:
Los dilemas ambientales que enfrentamos hoy son directamente resultado del hecho que vivimos en una economía-mundo capitalista. Todos los sistemas históricos previos transformaron la ecología, y algunos sistemas históricos previos incluso destruyeron la posibilidad de mantener un equilibrio viable en determinadas áreas que habrían asegurado su supervivencia del sistema histórico existente allí, pero solo el capitalismo histórico, por el hecho de que ha sido el primer sistema que abarcó todo el globo y por el hecho de que ha expandido la producción (y la población) a tasas antes inconcebibles, ha llegado a amenazar la posibilidad de una existencia futura viable para la humanidad. Lo ha hecho esencialmente porque en este sistema los capitalistas lograron anular en forma efectiva toda capacidad de otras fuerzas para imponer limitaciones a su actividad en nombre de cualquier valor distinto de la acumulación incesante de capital”. (p. 95)
Desde la visión wallersteniana el poder del sistema capitalista sobre el sistema ecológico, se encuentra en que otras formas humanas de pensar el mundo moderno (como el socialismo, los movimientos revolucionarios de liberación nacional e incluso la democracia liberal), no han tenido la suficiente fuerza para poner límites a la maquinaria de explotación y a la acumulación incesante capitalista. Así, la alternativa puramente humana se muestra insuficiente, muy a pesar de que aún existan medios humanos para detener las peores consecuencias ecológicas. Pero incluso la información científica proporcionada por grupos de científicos desde distintas partes del mundo, señalan ya, aunque inconscientemente, hacia una alternativa de poder que puede ser capaz de poner límites y de transformar lo que no han logrado las alternativas anti-capitalistas humanas, dentro del mundo moderno contemporáneo: el propio poder de la naturaleza.
Este poder implica una nueva epistemología, es decir una nueva fuente de conocimiento basado en la unidad-diversidad de los seres. Y esta nueva epistemología requiere fortalecer todos aquellos principios de pensamiento y conceptos científicos que entraman a la naturaleza en esa unidad-diversidad y que explican cómo es que el ser humano no puede afectar a los otros seres, sin ser afectado simultáneamente por ellos a través de la naturaleza.
Desde esta noción, la ecología política debería responder no solo a la crisis causada por la separación entre sociedad y naturaleza; sino al gran desánimo social causado por una actividad política que es corrupta, simuladora, impositiva y manipuladora (prácticas del poder sin las cuales no se puede explicar la agudización de las crisis ecológicas y el cambio climático). Estas prácticas desaniman la participación social en la política, generan una fuerte sensación de parálisis, de vacío de desconfianza en lo que la política puede hacer para resolver la crisis en la que se ha sumergido a la naturaleza. Lipietz (2000) señala que actualmente existe un vaciamiento de lo político, debido al desencanto que ha dejado la experiencia democrática frente a una globalización elitista que hace valer sus decisiones de cúpula por sobre los ejercicios electorales de las mayorías. Para la ecología política es importante retomar el sentido profundo de “la política”, es decir de “lo que se hace”. Se trata de transformar “lo político” – la polís- que significa “cómo y con quien se hacen las cosas”. Evitando que la reunión de hombres libres se reduzca a la reunión de hombres en competencia dentro del mercado. Esta debería ser la apuesta de la ecología política, nueva ciencia y nueva práctica política.
Evidentemente el poder de la naturaleza no es un poder que implica una voluntad consciente declarada, pues se trata de un poder inminente. Pero es un poder factible de asignarle una narrativa humana, como de hecho lo hacemos, cuando le asignamos características de voluntad al describir las catástrofes naturales: “el huracán entró”, “el viento mostró su fuerza”, “el mar demostró su poder”, etc. Esta puede ser la base de una teoría del poder para la ecología política. Se trata de un poder “sin conciencia”, pero sí, con “consecuencia”.
La narrativa del poder político de la naturaleza, desde la que puede comenzar la elaboración de una teoría del poder para la ecología política, puede contener cuatro aspectos, que se sostienen en las reflexiones científicas, tanto de las ciencias físicas como de las ciencias sociales:
El poder de la naturaleza es un poder destructivo. Nos guste o no, el poder de la naturaleza, irrumpe con su fuerza des-tructiva o de-constructiva frente a la acción de los actores políticos y sociales. Esto sin duda plantea un escenario de la catástrofe material y en parte natural, pero es una catástrofe fundamentalmente para la vida humana y para la vida de muchas especies de plantas y animales que vivimos dentro del ciclo atmosférico actual del planeta: no es una catástrofe para el planeta mismo, a menos que la humanidad extienda su poder destructivo, atómico por ejemplo, hacia las bases profundas del sistema planetario. Pero por lo pronto, lo que se encuentra en riesgo es la humanidad y la diversidad de las especies vivas. La destrucción del poder de la naturaleza es una vivencia ya experimentada, pero no con el ritmo y la intensidad que provocará el cambio climático o las distintas crisis ecológicas regionales en un futuro. La destrucción de ciudades y de obras constructivas humanas, la extinción de especies y de ecosistemas locales y regionales es una destrucción política, en el que la naturaleza se manifiesta. Y su narrativa política está por manifestarse, no bajo la lógica de la defensa del medio ambiente, o de la crítica al poder, sino desde la voz des-tructiva de la naturaleza sobre el mundo moderno capitalista. Este es un reto discursivo para la ecología política.
El poder de la naturaleza es un poder disruptivo. Gran parte del poder de la naturaleza se da por la combinación de tres factores: aumento de la frecuencia, la intensidad y masividad de los fenómenos destructivos. Estos tres factores se manifiestan claramente en los escenarios del futuro próximo que plantea el cambio climático y afectan directamente la lógica de la dominación de las instituciones y sus redes simbólicas, ya que son capaces de desarticular el tiempo planificado en los que se dan, tanto los procesos burocráticos, como la lógica de la administración capitalista. Al poder “des-tructivo” y “de-constructivo” de la naturaleza, se le suma un poder “dis-ruptivo” sobre los planes y los procesos institucionales. El poder de las instituciones y de las empresas, se encuentra precisamente en los procesos, procedimientos y rutinas, que se traducen en metas y objetivos dentro de una planeación, los cuales permiten la organización y estos dependen de que se logren altos grados de automatización burocrática o administrativa. Más allá de la eficiencia, la efectividad o el logro concreto de los objetivos, el poder organizacional está en los procesos. Para que el fenómeno completo se dé, se requiere de contextos o ambientes estables, en el que la incertidumbre, la aparición de lo nuevo o lo inesperado sea reducida. El poder de la naturaleza comienza por hacer inestables e inciertos los contextos, lo cual desarticula lo planificado y rompe los ritmos de los procesos. La confrontación es entonces, entre la organización estatal y empresarial que busca alcanzar el poder político o económico y la autoorganización de la naturaleza.
El poder de la naturaleza convierte al cambio constante en patrón. En la medida que desconocemos los efectos concretos que las crisis ecológicas y el cambio climático tendrán sobre las sociedades humanas, el cambio será una de las condiciones constantes. Esta paradoja hará que el cambio sea el patrón. Entonces, la construcción de la utopía del mundo o mundo futuros, así como su epistemología, ontología y cognición, se encontrarán centradas en responder a cómo vivir en un ambiente de constante cambio. Esto implica una reforma profunda del pensamiento e impacta directamente a la idea del dominio humano de la naturaleza, esa aspiración de control de los ciclos naturales por medio de la tecnología y del conocimiento científico, que era la condición de estabilidad de la base natural, para que las ideas de la modernidad pudieran desarrollarse. El poder de la naturaleza transforma la noción de estabilidad y hace que, inevitablemente, las ideas que formarán el mundo o mundos futuros se encuentren constituidas, hechas, formadas, manufacturadas por las transformaciones que experimentan los ciclos naturales planetarios, convirtiendo la incertidumbre en patrón.
El poder de la naturaleza es un poder reconstructivo. Las sequías prolongadas, el aumento en el nivel del mar, la contaminación atmosférica, los huracanes constantes, los ciclones-bomba de nieve, las precipitaciones en volúmenes incontrolados, los tornados cada vez más potentes, el desorden en los climas regionales, la desaparición de la biodiversidad, entre otros; no solo poseen poderes de “des-trucción” y “de-construcción” sobre la obra humana construida y de “dis-rupción” sobre los procesos institucionales. Los eventos naturales destructivos convertidos en patrón por su frecuencia, intensidad y masibidad, tienen también un poder de “re-construcción”. Es decir, es un poder que obliga a la reconstrucción social y más en el fondo a la reconstrucción de las ideas fuerza del mundo. No son pocos los ejemplos de reorganización social que han surgido de las catástrofes ecológicas. El huracán Katrina reformó el rostro de la sociedad de Nueva Orleans en 2005, el huracán Mitch lo hizo en Honduras en 1998. Es común que tsunamis y terremotos (fenómenos que no están necesariamente ligados al cambio climático, pero que demuestran el poder de la naturaleza) den origen a transformaciones sociales, políticas, económicas y urbanas. La frecuencia, intensidad y masividad del cambio climático empuja y empujará a la necesidad de una “re-construcción” de las relaciones entre sociedad y naturaleza, y con ella a “la re-conceptualización” del mundo. Lo “de-constructivo”, lo “des-tructivo” y lo “dis-ruptivo” (“de-” “des”- y “dis-”) se combinan entonces con lo “re-constructivo” y la “re-conceptualización” (el “re-” de positivo de la transformación).
Asumir el poder de la naturaleza y construir su narrativa, hará más claro lo que significa la confrontación de los discursos de los actores sociales tanto locales, como regionales y globales que se encuentran en conflicto ecológico: unos representando el discurso del poder de los mercados ligados al poder político mundial moderno capitalista y otros aludiendo al poder de los ciclos naturales que sostienen la vida: el discurso del poder de la naturaleza. Revelar esto, permite hacer patente que se trata de una confrontación política de poder a poder: la del poder del mundo moderno y sistema capitalista global, frente al poder planetario de la naturaleza, este último, un poder inmanente, cuya narrativa social y humana está en construcción, pero finalmente un poder sistémico, autoorganizado, que es capaz de entablar una disputa planetaria por la vida. América Latina podría ser pionera en esta nueva concepción del poder desde una nueva ecología política renovada.