Resumen: desde fines del año 2018, México puso en marcha el reconocimiento constitucional del pueblo afromexicano. Si bien existen antecedentes, el proceso se aceleró a partir del año 2014 debido a que la Organización de Naciones Unidas acordó la Declaratoria del Decenio de los Afrodescendientes 2015-2024 en la que se exige reconocer a los afrodescendientes, además de desarrollo y acceso a la justicia. En el marco de este proceso, se presenta la estrategia gubernamental como un conjunto de operaciones de neocolonización a partir del desarrollo en tanto nueva tecnología del proyecto civilizatorio de la modernidad. Asimismo, se exponen diversas prácticas discursivas y organizacionales afromexicanas, que despliegan una concepción de desarrollo propia y contrapuesta a la promovida por el estado nación mexicano.
Palabras clave:descolonialidaddescolonialidad,pueblo afromexicanopueblo afromexicano,zona del no serzona del no ser,desarrollodesarrollo.
Resumo: Desde o final do ano de 2018, o México lançou o reconhecimento constitucional do povo afromexicano. Embora existam antecedentes, o processo acelerou-se a partir de 2014, pois a Organização das Nações Unidas concordou com a Declaração Internacional da Década dos Afrodescendentes 2015-2024, que exige o reconhecimento dos afrodescendentes, além do desenvolvimento e do acesso à justiça. No âmbito deste processo, a estratégia governamental é apresentada como um conjunto de operações de neocolonização, baseadas no desenvolvimento como nova tecnologia do projeto civilizatório da modernidade. Da mesma forma, são apresentadas várias práticas discursivas e organizacionais afromexicanas, que apresentam uma concepção de desenvolvimento próprio e contrapondo à promovida pelo Estado-nação mexicano.
Palavras-chave: descolonização, povo afro-mexicano, zona de não ser, desenvolvimento.
Artículos Libres
Contaminación de los márgenes modernos. Postdesarrollo y potentia afromexicana1
Pollution of modern margins. Post-development and afro-mexican potentia
Recepción: 18 Junio 2019
Aprobación: 17 Septiembre 2019
Han pasado tres décadas desde que Immanuel Wallerstein y Aníbal Quijano tuvieran su diálogo sobre la relación entre el Sistema Mundo y la Teoría de la Dependencia (Castro Gómez y Grosfoguel, 2007). Diálogo que, al cabo de diversos encuentros con otros intelectuales críticos latinoamericanos, caribeños y africanos, confluyeron en lo que hoy conocemos como perspectiva descolonial. En este lapso de tiempo, el rechazo y escepticismo inicial que esta perspectiva provocara en la academia latinoamericana, ha transitado hacia un abierto interés y proliferación de espacios académicos y no académicos que buscan sumarse, conocer y/o profundizar las propuestas descoloniales transdisciplinarias. La dedicación del Pre Alas, en La Paz (México), a reflexiones descoloniales es una clara demostración de que, incluso, en espacios académicos fuertemente disciplinarios como la Asociación Latinoamericana de Sociología (ALAS),3 la perspectiva descolonial sigue conquistando foros en su apuesta por desmontar a la racionalidad científica y disciplinaria, como la única modalidad validada para producir conocimiento.
Sin duda, frente a los cinco siglos del proyecto moderno y a los dos siglos de las ciencias sociales, los treinta años del proyecto científico-político descolonial son un breve lapso de tiempo para valorar su potencia epistemológica en la reconfiguración de la producción del conocimiento y en el socavamiento del proyecto civilizatorio de la modernidad. Con todo, en este tiempo ha existido una prolífera producción sobre las condiciones históricas y geopolíticas que posibilitaron al proyecto civilizatorio de la modernidad imponerse como el sistema de vida dominante en el mundo y, como parte de ello, a la racionalidad científica instituirse como la única tecnología para generar conocimiento válido que explica lo humano y no lo humano.
Los pensadores descoloniales plantean que la modernidad oculta el continuo epistemicidio y genocidio de los pueblos conquistados por occidente a partir del siglo XV en el Abya Yala. Proceso que posibilitó la expansión global del colonialismo y la perpetuación de la colonialidad del poder y del saber en el tiempo. De ahí la importancia de las propuestas decoloniales para comprender el dominio de la racionalidad científica en la producción del conocimiento y la hegemonía neoliberal en la organización del orden social en el presente hace necesario retomar las tesis. De una parte, la colonialidad del poder (Quijano, 2000) demuestra que el surgimiento de la modernidad está asociado a la conformación de un nuevo orden mundial sustentado en la clasificación racial de los pueblos del orbe, que atraviesa todas las dimensiones de la experiencia humana (no sólo lo económico) y, por lo tanto, es una clasificación que condena la vida de los pueblos racializados a una materialidad fragilizada y a una subjetivización inferiorizada. A través de esta operación geopolítica, sistémica y cultural, el nuevo orden mundial perpetúa una desigualdad entre los pueblos conquistadores y los conquistados que se prolonga hasta el presente.
De otra parte, la perspectiva descolonial posibilita entender la lógica de muerte del proyecto civilizatorio moderno que, a partir de la Conquista del Abya Yala a fines del siglo XV, pasa de ser un espacio geopolítico marginal a erigirse en el centro de este proyecto de muerte. Desde entonces, bajo distintas formaciones discursivas, occidente se ha dedicado a conquistar y masacrar pueblos, extinguir sus saberes y expoliar sus riquezas: partió exterminando a los pueblos indígenas del Abya Yala en el siglo XV con el argumento de su evangelización, continuó asesinando a los pueblos de Medio Oriente y Asia en el siglo XVIII con la justificación de llevarles civilización y, finalmente, a Medio Oriente regresó en el siglo XX para masacrar a millones con el relato de llevarles democracia.
Actualmente, el proyecto civilizatorio de la modernidad y su modo de producir riqueza con base en energías fósiles y la industria extractivista, arriesga terminar con las formas de vida que hasta ahora conocemos en la tierra, incluida la humana. De acuerdo con Eugene Stoermer y Paul Crutzen (como se citó en Blaser, 2015), la capacidad destructiva de este modelo de vida ha dado lugar al antropoceno o era geológica marcada por el impacto de las actividades humanas en los ecosistemas terrestres.
En tercer lugar, la perspectiva decolonial sostiene que la reflexión disciplinaria contribuye de manera estructural a la consolidación del proyecto civilizatorio moderno, en tanto la racionalidad científica produce y reproduce un conocimiento colonial, racista, patriarcal, jerárquico y eurocéntrico: en efecto, variados trabajos muestran las huellas de esta colaboración, como el Informe de la Comisión Gulbenkain (Wallerstein, 1992) que constata la centralidad de la herencia cartesiana y la concepción teolológica del tiempo de la revolución científica (Newton) en la producción de conocimiento científica; o Atenea Negra, el trabajo de Martín Bernal (1993), que desnuda las operaciones ideológicas del Iluminismo alemán para blanquear la historia de las ideas con la pretensión de naturalizar la visión del conquistador blanco, europeo, heterosexual y patriarcal como única cosmovisión posible y deseable para organizar la vida en la tierra.
Para detener la complicidad entre racionalidad científica y modernidad o, dicho de otro modo, superar las limitaciones de la ciencia para inaugurar nuevos horizontes de sentido, la propuesta descolonial propone una descolonización epistémica que posibilite soluciones a la actual debacle de las formas de vida humanas y no humanas que conocemos. La descolonización epistémica no se traduce en un ejercicio racional que invente, descubra o elabore una nueva episteme, una que sea mejor y supere a las existentes,4 la descolonización epistémica más bien consiste configurar una episteme por fuera de la racionalidad en la cual ésta sea parte, es decir, una epistemología que genere las condiciones para que las soluciones a los problemas creados por el proyecto moderno y por la racionalidad que lo sustenta se construyan enredados con las cosmovisiones negadas por la modernidad. La propuesta no consiste en abandonar la racionalidad como método para producir conocimiento y retornar a los saberes ancestrales que subsisten en pequeños territorios culturales como expresiones de desobediencia e insumisión ante el avasallante dominio moderno del ego cogito; tampoco refiere a abandonar la vida citadina que desde el siglo XVI, después de que un grupo de príncipes alemanes –apoyados por Calvino– derrotara al ejército de campesinos dirigidos por el protestante Thomas Müntzer, transformaran a las ciudades en los centros neurálgicos de la expansión moderna y con el tiempo se erigieran en el modelo de la vida moderna (Bloch, 2002). Tal como propone Enrique Dussel (2018), la descolonización epistémica consiste en avanzar hacia una transmodernidad, a apostar por construir otras formas de producir conocimiento sustentadas en trascender los horizontes de sentido de la razón científica y en la articulación con los saberes y cosmovisiones de los pueblos conquistados. No es un volver al pasado, es un construir redes con los pueblos, cosmovisiones y prácticas de vida que la modernidad sometió al olvido, negación o invisibilización racial.
El cuestionamiento descolonial al dominio del proyecto moderno y a su concepción científica eurocéntrica no inicia en los años 90 con los debates de Wallerstein y Quijano. Como demuestran los trabajos publicados en la edición de diciembre 2018 de Tabula Rasa, en los años 50 ya habían reflexiones académicas que se anticiparon a los planteamientos de Wallerstein y Quijano. Por ejemplo, en esos años el caribeño Oliver Cox planteó la relación estructural entre el capitalismo, el racismo y el colonialismo, tesis que Aníbal Quijano denominó colonialidad del poder. El sociólogo W. E. B. Du bois, a inicios del siglo XX, propuso la categoría de “doble conciencia” para comprender el dilema de las subjetividades subalternas formadas en la experiencia de la diferencia colonial (Mignolo, 2000). En realidad, por fuera del registro académico la resistencia descolonial se remonta a los primeros años de la conquista europea al Abya Yala. Aunque pocos, algunos documentos lo atestiguan, como el texto Primer Nueva Coronica y buen gobierno que el cronista inca Felipe Guamán Poma de Ayala escribiera al rey Felipe III a inicios del siglo XVII, en el que critica las injusticias de la administración colonial y propone que “un buen gobierno” debiera articular las estructuras sociales y económicas incas, la tecnología europea y la teología cristiana. Este documento, que no llegó a destino, es testigo de las tempranas voces de los pueblos colonizados que confrontaron la versión del conquistador con la intención de construir puentes entre las cosmovisiones enfrentadas. Al trabajo de Guamán Poma se agrega el Nica Mopohua de 1556, atribuido a Antonio Valeriano (O´Gorman, 2001; León-Portilla, 2001), en el que se presenta la versión náhualt de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac.
En el marco de esta tradición, la reflexión descolonial trabaja en la articulación con las cosmovisiones del afuera moderno. Estamos en otros tiempos, en los que disponemos de elaborados instrumentos conceptuales y rigurosas tecnologías de observación e interpretación que posibilitarían trascender los horizontes de compresión de los últimos cinco siglos. Para hacerlo, como sugiere Maldonado-Torres (2014), se requiere una nueva “actitud”, una que sea más humilde respecto de las que han hegemonizado la explicación de la vida y, sobretodo, de mayor escucha para aprender de aquellas visiones, de aquellas prácticas y subjetividades que, acorde a nuestra actual batería metodológica, quedan reducidos a informantes o materia del trabajo.
Muchos investigadores experimentamos el trabajo intelectual como un ejercicio solitario porque desde su propia organización y despliegue la producción de conocimiento nos exigen reflexividad y vigilancia epistémica pero, en los hechos, hacemos parte de una comunidad (la académica), actuamos insertos en cuerpos de trabajo y, lo más estructurante, transitamos espacios y tiempos reglamentados por normas institucionales y epistemologías que, si bien nos confieren certeza y sentido de pertenencia a una comunidad de iguales, nos imponen límites y cegueras. En esta multiplicidad de rostros, colectivos, complicidades, normas, prácticas, proyectos e imaginarios, los sujetos de nuestro interés investigativo quedan excluidos dado que la ciencia no los concibe parte de la misma comunidad de investigación; por el contrario, se les instala en la condición de “objeto” o, a lo más, en la de “informantes claves”. Ello se debe a que la racionalidad científica se organiza dentro de los presupuestos cartesianos que establecen una distinción ontológica entre sujeto y objeto, signando al primero con la potestas de conocer y en la calidad de objeto se ubica toda realidad inerte con la potestad de ser conocida. Por lo tanto, para las ciencias sociales cualquier ser humano, colectivo social y, en general, todo fenómeno humano de interés investigativo puede ser reducido a “objeto”: así, las mujeres que se embarazan a edades tempranas, los niños que trabajan, las personas que viven en condiciones de pobreza según los parámetros económicos, las mujeres violentadas sexualmente, los hombres golpeadores, los alumnos que sufren o practican el bowling, los profesores mal pagados, los trabajadores, las personas que poseen y practican una sexualidad heterodoxa y un sinfín de acuerpamientos y expresiones sociales de los seres humanos pueden adquirir la condición de objetos inertes. Esta práctica investigativa, muy extendida en la ciencia social, se justifica en una concepción jerárquica: esto es, quienes dominen el código científico tienen la potestas de producir ciencia; y quienes no lo dominen están invalidados para producir conocimiento. Hacen otra cosa: saberes tradicionales, populares, de sentido común, etc., pero no poseen el estatus de alcanzar la verdad.
De ahí que para la descolonización epistémica, además de las preguntas ¿Qué investigamos? y ¿Para qué lo hacemos? adquiere relevancia la pregunta ¿Con quién investigamos? En la academia que cuida el rigor de los marcos conceptuales y metodologías sin interrogarse por sus lugares de enunciación epistémica, no tiene sentido preguntarse con quien se trabajó, ya que la respuesta es: “con otros colegas”, con sujetos con la experticia científica que validen sus análisis y observaciones. En cambio, quienes están vigilantes de sus lugares de enunciación, en tanto comportan un posicionamiento de poder, es una pregunta que replantea los parámetros, los supuestos y los alcances del trabajo analítico. Sólo así se abren al desafío de transitar hacia una relación heterárquica con los sujetos de investigación, esto es, que se planteen producir conocimiento con los sujetos de su interés investigativo y, de esta manera, desmonten la concepción jerárquica de la racionalidad. Algunas propuestas analíticas como la de “Sujeto conocido” (Vasilachis, 2011 y 2015), las “Metodologías a posteriori” (Borsani, 2014), las Metodologías de proximidad (Suárez-Krabbe, 2011) o Metodologías del feminismo comunitario (Cumes, 2014) son posibilidades que comienzan a abrirse camino en la producción del conocimiento científico.
El desafío, entonces, no se reduce a encontrar o construir nuevas categorías de análisis en un ejercicio reflexivo en los márgenes de la racionalidad científica, sino en construirlas en una relación heterárquica (el cómo) con los sujetos de observación (el con quién) para favorecer la configuración del diálogo de saberes con las cosmovisiones no modernas.
En lo que sigue reflexiono sobre la condición racializada del pueblo afromexicano y la potencialidad analítica que posee la categoría “Zona del no ser” (Fanon, 2009) para dar cuenta de realidades sociales invisibilizadas con la potentia afromexicana de corroer el orden social moderno. Como plantea Dussel (1994), la condición de posibilidad del “ego cogito” cartesiano que estructura a la reflexión científica, es el “ego conquiro”: esto es, los largos 150 años de experiencias que tuvo el conquistador en los que sometió y redujo a los pueblos conquistados a su animalidad, posibilitaron que se autopercibiera con una superioridad universal respecto de los otros pueblos y civilizaciones de la tierra, superioridad que dio lugar a la construcción de una línea divisoria entre el mundo del conquistador (Europa) y el mundo conquistado (colonias europeas).
Estos mundos diferenciados se han conformado con base en la institucionalización de distinciones existenciales que los separan no sólo en términos de hegemonías y subalternidades (Gramsci, 1998; Guha, 2002). Es una distinción que incorpora y trasciende a las dimensiones política y económica, remitiendo a la configuración subjetiva e identitaria de los sujetos de uno y otro lado de la línea.
Franz Fanon, a partir de su propia experiencia como hombre negro en las tropas aliadas (como soldado francés) que derrotan al ejército alemán (participa en la liberación de París), luego como estudiante caribeño en París y finalmente como psiquiatra en la Argelia colonial, elabora una crítica radical a la constitución racializada de las sociedades occidentales y del mundo moderno, sosteniendo que la raza es el código de relación que utiliza la sociedad francesa con los pueblos de sus colonias de ese tiempo (Argelia) y excolonias (El Caribe); código de relación que ubica a africanos y afrodescendientes en una difusa zona entre lo animal y lo humano. En virtud de lo cual los significa como una cuasi-humanidad que habita una zona del no-ser, es decir, como sub-humanos que habitan en una franja separada del mundo del ser (del hombre blanco occidental) que Fanon llama zona del ser. La línea de la humanidad que divide el mundo del hombre blanco o ser del mundo del hombre negro o no ser, sería una frontera indeleble que distingue a la humanidad de quienes no alcanzan del todo esa cualidad; distinción que organizó el orden mundial que surgió a fines del siglo XV y que ha beneficiado a un pequeño porcentaje de la humanidad, a costa de la gran mayoría de la población mundial.
El orden mundial racializado surgido con la conquista y colonización del Abya Yala se ha reproducido hasta el presente con base en cuatro operaciones tecnológicas:
La distinción planteada por la línea de la humanidad no exime a la zona del ser de conflictos de clase, de género, generacionales y, en general, de abusos de poder, pero en la gestión y resolución de estos conflictos se activan mecanismos de regulación y liberación. En cambio, bajo la línea de la humanidad, los conflictos se resuelven a través de la violencia, la expoliación y la muerte (De Souza Santos, 2010). En efecto, distinta es la procuración de justicia para las autoridades políticas que hacen desfalcos al erario público, de la justicia que obtienen las familias de las jóvenes indígenas que son condenadas por abortar; distinta ha sido la justicia para los empresarios acusados de promover la prostitución y pedofilia que para los hombres sospechosos de ser ladrones, secuestradores o violadores ajusticiados por turbas populares.
Sin duda esta división, dicha así, tan tajante entre unos y otros es problemática; distinguir a la cosmovisión occidental diseminada en los territorios blanqueados de aquellas visiones de mundo heterodefinidas como “otras”, pre-modernas, inferiores, atrasadas, anormales, subalternas, indígenas, contra-natura, infantiles, etc., oculta una gama inmensa de matices, posiciones intermedias y mezclas que cohabitan entretejidas que dan cauce a visiones socioculturales y realidades humanas que escapan a esa dualidad. No obstante, las poblaciones del sur global viven esta distinción de manera cotidiana en virtud de que el conocimiento académico y las tecnologías del proyecto moderno (a nivel global, nacional y local), con base en el poder del habla que hegemoniza el relato de la vida y de la historia, tiende a naturalizar y/o justificar los grados de depredación, expoliación y muerte que comporta su despliegue en los pueblos y territorios de las excolonias.
Distintos autores decoloniales recuperan la obra fanoniana para analizar la bestialidad y racialización que organiza el sistema de vida moderno. Boaventura de Souza Santos, Ramón Grosfoguel y Nelson Maldonado Torres (por mencionar algunos) han dedicado parte su reflexión a pensar o interpelar la obra de Fanon. Souza Santos (2010), por ejemplo, reconceptualiza la distinción existencial fanoniana como línea abismal para expresar los distintos códigos de relación (institucionales y sociales) que operan en la resolución de las conflictividades arriba y debajo de esa línea; por su parte, Grosfoguel recurre a Fanon para elaborar una propuesta sobre la constitución racista del proyecto moderno (2012) y elaborar una descripción sociológica de las relaciones que se producen en ambos lados de la línea de la humanidad (2009 y 2012); finalmente, Maldonado Torres lo recupera para trabajar la noción de colonialidad del ser (2007) que resalta el escepticismo misantrópico que devino en la configuración de las subjetividades interiorizadas de los pueblos esclavizados y colonializados. Proceso que emerge asociado a las prácticas coloniales supremacistas que niegan su condición humana a las personas africanas esclavizadas y a los pueblos indígenas conquistados, bestializando a los primeros e infantilizando a los segundos.
En diálogo con estos autores recurro a la categoría fanoniana zona del no-ser para develar la cosmovisión, subjetividades y prácticas socioculturales del pueblo afromexicano en tanto configuración de procesos insumisos con la potentia de contaminar el orden social moderno del estado mexicano.
Para el análisis de las realidades de los habitantes de la zona del no-ser aporta revisar las categorías que interpelamos en nuestras investigaciones sobre grupos sociales que habitan en contextos blanqueados u occidentalizados (zona del ser), en los que –mal o bien– la institucionalidad del proyecto moderno condiciona, organiza e instituye la experiencia social. En los mundos urbanizados y blanqueados de la región latinoamericana operan tecnologías (como la escuela, los media, las políticas públicas y la iglesia) que producen y reproducen imaginarios y relatos de verdad que direccionan la generación de concepciones de lo real, de horizontes de lo posible y los criterios deontológicos de mundo occidental. Estas tecnologías promueven procesos de significación de las interacciones entre los sujetos, definiendo los criterios –entre los que prima el racial- para determinar quienes son semejantes y quienes diferentes. El principal dispositivo de estos criterios de significación y diferenciación racial es la razón. A través de estas tecnologías, en suma, el proyecto civilizatorio ha naturalizado una concepción del ser humano como un sujeto racional, heterosexual, patriarcal y con las competencias y habilidades para orientar su energía y vitalidad a la producción económica; es decir, naturaliza al individualismo, a la racionalidad y la productividad como proyecto de vida y de estar en el mundo.
Por otra parte, si bien los grupos sociales y culturales que habitan en la “zona del no-ser” no están exentos de los procesos de disciplinamiento social que promueven las tecnologías del proyecto de la modernidad, tanto la fragilidad material de sus condiciones de vida (pobreza económica y marginalidad social), las prácticas y códigos sociales y simbólicos de discriminación racial (invisibilización, infantilización y relegación política, histórica y cultural), como su exclusión de los beneficios y relatos del sistema, generan las condiciones de posibilidad de una ruptura de sentido en el proceso de integración al proyecto de nación que les ofrece la narrativa moderna. Dicho en términos geopolíticos, los habitantes de la zona del no-ser constatan en la cotidianidad un rechazo a sus modos de entender el mundo y vivir y al sentido que atribuyen a su experiencia. En efecto, los pueblos indígenas en México, experimentaron a las “políticas de integración”, que el estado les dirigió desde los gobiernos postrevolucionarios hasta la década de los años setenta, como un proceso de desintegración cultural o aculturalización. Por su parte, históricamente los afromexicanos han sido invisibilizados del todo por el sistema social mexicano y, en el actual proceso de reconocimiento constitucional, en dosis de baja intensidad se perciben fuera de un sistema que los incluye en su condición de externalidad.
Esta condición de sujeto border estructural les ha permitido a los afromexicanos desplegar estrategias de sobrevivencia enredando prácticas interculturalizadas con los pueblos indígenas y el mundo occidentalizado mexicano. Refiero específicamente a los afromexicanos de la Costa Chica, quienes han hecho cotidianas múltiples prácticas de contra-conducta y, en ocasiones, han sido abiertamente de resistencia a las políticas de aculturación promovidas por el Estado-nación. Entre las prácticas de contra-conducta, resalta la peculiaridad de su lengua castellana que, de acuerdo con el lingüista Lipski (2007), se conformaría en una articulación de vocablos de trasfondo africano y el habla castellana del conquistador que devino en lengua nativa (afromexicana) en los tiempos de la Nueva España que, actualmente, se expresa en variedades híbridas afrohispánicas. Para quien escuche el habla de personas afromexicanas de la Costa Chica se sorprenderá por la centralidad del vocablo “verga” que, con una creatividad sin límites, abandona su acepción académica para adquirir una vivacidad autopoiética de sentidos y nuevas acepciones. Asimismo, la activa participación afromexicana en el Consejo de Resistencia de los 500 años Indígena, Negra y Popular en los años noventa muestra su capacidad de organización y de movilización.
Con todo, el pueblo afromexicano sufre la penetración de las tecnologías modernas, especialmente en contextos urbanos blanqueados pero también en los contextos rurales, provocando una continua reconfiguración/reafirmación de sus cosmovisiones y, por extensión, de sus maneras de significar y darle sentido a su estar en el mundo. Ello no debe sorprender si se considera que en este mundo occidentalizado, lo correcto, lo normal y lo permitido en los primeros tiempos de la colonia fue definido a sangre y fuego y con el pasar de los siglos con base en formaciones discursivas que bloquearon la circulación de otras visiones.
La comunidad afromexicana radicada en la Costa Chica hace parte de los grupos que llegan entre los siglos XVI y XVII. En mucho, los hombres y mujeres secuestradas en África llegan a la Nueva España como resultado de las conclusiones de la Controversia de Valladolid de 1550 entre Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas que, si bien le confirió al indígena la condición de humano a quien se le debía evangelizar, dio lugar al inicio del tráfico de africanos esclavizados hacia la Nueva España. De ahí que entre 1580 y 1650 ingresaron al actual territorio mexicano 250,000 hombres y mujeres provenientes, en su mayoría, de Senegambia, Guinea, Mozambique, el Congo y Angola (Velázquez e Iturralde, 2012). Si bien, algunos lograron tempranamente obtener su libertad e insertarse en la sociedad novohispana (como comerciantes y artistas, formaron familias e, incluso, con el tiempo tuvieron éxito en sus empresas y carreras de funcionarios), la mayoría sufrió la implacable barbarie del conquistador y de los criollos que los redujeron y trataron como cuasi-animales, configurando las condiciones de posibilidad racial de una subjetividad en la “zona del no ser”.
La población afromexicana de la Costa Chica se ubica en una zona del no-ser, en primer lugar, porque es un territorio ubicado muy lejos de los circuitos comerciales y de las disputas de los centros urbanos, núcleos neurálgicos de la política nacional y del ideario de la vida moderna. Los primeros asentamientos de afrodescendientes en la Costa Chica se remontan al siglo XVII y consistieron en cuadrillas de cimarrones y afrodescendientes libertos o tutelados que hacia finales de la Colonia se incorporaron gradualmente al trabajo de las haciendas del lugar. Desde entonces fueron estableciendo tensas relaciones con los pueblos originarios de la zona, principalmente porque asumieron funciones de capataces, cobradores y vaqueros, desde las cuales maltrataron, violentaron y abusaron de los pueblos indígenas de la costa (mixtecos, tlapanecos y amuzgos). Desde esos tiempo, a su vez, el orden social se organizó en torno a la lucha por acceder a la tierra y al compartir ciertos rituales, prácticas sociales y creencias culturales que, si bien con el tiempo se fueron transculturalizando con los indígenas, posibilitó la persistencia de un legado africano que los ha diferenciado de indígenas y mestizos: por ejemplo, subsisten la creencia del tono y la sombra, lo musical como patrimonio cultural y el “casamiento de monte” (que en el presente devino en “la huida”) como un código organizador central de los arreglos matrimoniales, los afectos, la sexualidad y el mercado de la carne.
En la actualidad, en su mayoría los afromexicanos viven en condiciones de extrema pobreza económica (que se empequeñece ante su orgullo y riqueza cultural) en una sociedad que los oculta y desconoce como parte de la comunidad nacional, a través de borrar de todo vestigio de un tiempo pasado compartido. De ahí que las clases dirigentes, primero criollas y después mestizas, seguidores del proyecto civilizatorio de la modernidad, excluyeron al pueblo afromexicano de la historia de representación nacionalista y de las políticas de identidad mexicanas.5 El carácter racializado del imaginario nacionalista mexicano oculta que la independencia del país, en su fase final se debe al ejército insurgente que lideraba Vicente Guerrero, un negro que obligó al representante del Virrey de la Nueva España, Agustín de Iturbide, a firmar el Plan de Iguala en el que se declaró la Independencia del país. Es decir, el libertador de México es un negro, que el relato oficial presenta como hijo de campesinos.
La invisibilización de la población afromexicana en el concierto de la sociedad mexicana hace parte de una estrategia del Estado nación. A pesar de que hay mucho por indagar sobre las tecnologías activadas por las instituciones y dispositivos culturales para invisibilizar al pueblo afromexicano en su condición de indeseado, sabemos que México fue uno de los pocos países que en sus inicios aplicó políticas de eugenesia negativa, toda vez que hacia el año de 1932 en el estado de Veracruz se llevó a cabo una política pública de esterilización obligada de mujeres con enfermedades congénitas y venéreas, entre ellas las afromexicanas, que fueron consideradas indeseadas y acusadas de degenerar la raza. El relato eugenésico tiene como basa central al canon occidental, que impone a los pueblos conquistados y colonizados la unidad de medida de rostro masculino, caucásico, burgués, heterosexual, que en tanto medida traza un límite y orden lo posible, lo aceptado, lo normal. (Urías, 2001)
En virtud de la presión política que el alzamiento zapatista de 1994 instaló en la agenda del estado nación, ocho años más tarde el Estado mexicano modificó la Constitución federal para reconocer su pluriculturalidad, “sustentada originalmente en sus pueblos indígenas que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas” (Constitución de los Estados Unidos Mexicanos 2002, art. 2º). Además de provocar el reconocimiento del carácter pluricultural del país, el alzamiento zapatista impulsó la reactivación de fuerzas sociales y ancestrales indígenas y afromexicanos en distintas partes del territorio nacional en pos de demandas de autodeterminación política, posibilitando la emergencia de sistemas de organización territorial al margen de la institucionalidad moderna del estado: como parte de este proceso surge la policía comunitaria en el Estado de Guerrero (que sigue extendiéndose por la montaña y Costa de Guerrero y en otros estados de la república), la autodeterminación política en Cherán (Estado de Michoacán), la adopción de usos y costumbres (establecidos en la modificación constitucional del 2002) para elegir a las autoridades en los municipios de Ayutla de los Libres (montaña del Estado de Guerrero) y la lucha de los afromexicanos por su reconocimiento constitucional.
A fines de los años noventa (1997) los afromexicanos comienzan a organizar los Encuentros Nacionales de los Pueblos Negros, en los que principalmente se resaltan las manifestaciones culturales y artísticas y, de manera complementaria, se debaten las acciones y exigencia del reconocimiento. En esta dirección, en el 11º Encuentro de Pueblos Negros, realizado en Charco Redondo, localidad del Municipio de Tututepec, Oaxaca en octubre 2011, se establecen varios acuerdos en pos un plan de trabajo para lograr el reconocimiento, destacando el llamarse “afromexicanos” para continuar en su lucha. (México Negro, 2012)
En estas dos décadas el movimiento ha tenido algunos logros relevantes, como ser reconocidos en las Constituciones de los Estados de Oaxaca (2013) y de Guerrero (2014) que, sin embargo, no se han traducido en mejoras sustanciales a sus condiciones de vida y a su visibilización sociopolítica en el país. De ahí que el triunfo del gobierno de la “Cuarta Transformación” ha multiplicado las expectativas del pueblo y del movimiento afromexicano para lograr un reconocimiento pleno. Y, en efecto, el proceso de su reconocimiento constitucional en este gobierno ha adquirido una velocidad vertiginosa a partir de que en Octubre del 2018, con el apoyo transversal de los partidos políticos, la H. Senadora Susana Harp Iturribarría y el H. Senador Martí Batres Guadarrama (integrantes del grupo parlamentario de MORENA de la LXIV Legislatura de la Cámara de Senadores) presentaron una iniciativa para el reconocimiento constitucional del pueblo afromexicano la que, por unanimidad de sus integrantes, el pleno del Senado aprobó el pasado 30 de abril del 2019.
Por otra parte, el pasado 13 de junio del 2019, el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI) publicó la Convocatoria a los pueblos indígenas y afromexicano para, en el marco del Constitución de la República y de la normativa internacional, especialmente lo establecido en el Convenio 169 de la OIT, realizar una consulta con la finalidad de recibir sus “opiniones, propuestas y planteamientos sobre los principios y criterios que habrán de sustentar la iniciativa de Reforma constitucional y las correspondientes leyes reglamentarias sobres los derechos de los pueblos indígenas y afromexicano” (DOF, 13 junio 2019). Aunque en su gran mayoría los argumentos, foros y escritos elaborados por el INPI alude a los pueblos indígenas, se contempló trabajar –aunque de manera marginal– con el pueblo afromexicano. La minimización del pueblo afromexicano en esta consulta se refleja en que de los 51 foros programados por la Convocatoria en el país, sólo uno es exclusivo para el pueblo afromexicano (Copala-Guerrero, 7 de julio 2019) y en otros cuatro están convocados junto a pueblos indígenas (Muzquiz-Coahuila, 22 junio;6 Tequila-Veracruz, 6 de julio; Santiago Jamiltepec-Oaxaca, 13 julio; y Tehuacán-Puebla, 26 julio); asimismo, el documento “Principios y Criterios para la reforma constitucional y legal sobre derechos y de los pueblos indígenas y afromexicano” elaborado y distribuido por el INPI para orientar el debate de los foros está explícitamente dirigido a los pueblos indígenas que, en quince mesas temáticas, plantea (de manera anticipada) propuestas de modificación (incluyendo el articulado de la constitución a modificar).7
En cambio, para el pueblo mexicano, sólo se aborda el reconocimiento de sus derechos fundamentales (tema 5), como si sus realidades y vida no necesitaran explicitar los derechos y necesidades que sí se contemplan para los pueblos indígenas. Este documento, que dirige y anticipa el contenido y horizonte de los foros, evidencia el grado de negación o nivel discriminación que tiene el pueblo afromaxicano para las instituciones del estado. Ello no sólo se manifiesta en términos de su mínima presencia en la redacción del documento, sino en la exclusión radical del pueblo afromexicano en la construcción pluricultural del Estado, en tanto además de estar excluidos del sistema moderno, también lo están de su afuera: no existen como pueblo.8
Con todo, desde el propio pueblo afromexicano, ambos procesos han tenido en los afromexicanos a un sujeto colectivo con maneras propias de entender el proceso y en la búsqueda de visibilizar su cosmovisión, tradiciones ancestrales y prácticas socioculturales. Dicho en otros términos, algunos de los representantes ejidales, comunales y comunitarios han cuestionado el proceso de reconocimiento constitucional, tanto en su procedimientos como en sus contenidos. Si bien en el proceso de la propuesta de modificación constitucional de los senadores Harp y Batres, fueron representantes de Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC) afromexicanas quienes, salvo algunas excepciones, en su mayoría apoyaron la propuesta de los senadores, en el proceso del INPI fueron las autoridades territoriales (comisarios y comisariados) quienes tuvieron la voz del pueblo afromexicano, expresando críticas al proceso y planteando múltiples propuestas de modificación constitucional no contempladas en el documento del INPI.
A diferencia de las OSC, los representantes territoriales rechazaron contenidos centrales del reconocimiento otorgado por el Senado: sobretodo, consideran ofensivo que se les otorguen derechos por equiparación a los pueblos originarios, tal como solapadamente plantea la modificación finalmente aprobada en el pleno del Senado.9 En el proceso de los Foros de Consulta convocados por el Senado para recabar opiniones y propuestas, se plantearon varios cuestionamientos a la iniciativa, resaltando los siguientes:
A estos señalamientos, en el Foro convocado por el INPI en el municipio de Copala, las autoridades territoriales agregaron nuevas propuestas, algunas de ellas más radicales. En primer lugar, respecto a las observaciones señaladas sobre la iniciativa de los senadores, exigen llamarse “pueblo afromexicano” y debido que en el documento del INPI se insiste en considerar parte del pueblo afromexicano a los afrodescendientes de migraciones recientes, proponen que se considerarán como parte del pueblo sólo a los descendientes de los africanos que llegaron al país entre los siglo XV y XIX. A ello agregan diversas peticiones sobre el cuidado de la tierra, como creación de áreas protegidas bajo el resguardo de los ejidos para preservar el medio ambiente; además, exigen el reconocimiento de sus sistemas normativos, la creación de un centro de investigaciones para producir conocimiento sobre su historia y cosmovisiones y difundirla en la sociedad mexicana e incluirla en los libros de texto escolar, incorporar la educación intercultural para dar a conocer sus realidades, historia y cosmovisión y, en suma, otorgarle un reconocimiento acorde a la especificidad de su historia, cultura, cosmovisión y realidades sociales.
En la medida que los foros y debates del INPI para recabar opiniones y propuestas de los pueblos indígenas y afromexicano aún no concluyen se desconocen sus resultados y las modificaciones que se presentarán al Senado, Cámara de Diputados y congresos estatales para su análisis y aprobar las modificaciones en la Constitución de los Estados Mexicanos que este proceso comporta.
Tanto la iniciativa de los Senadores Hard y Batres, como el documento de Principios y Criterios del INPI, plantean como objetivos desarrollar e incluir socialmente al pueblo afromexicano, pero ninguno aborda en qué consistiría la incorporación ni qué se entiende por su desarrollo. El vacío en torno de la noción y estrategias de “desarrollo”, lleva a suponer que las autoridades mexicanas (legisladores y funcionarios de gobierno) conciben e impulsarán esa integración con base en la noción moderna de “desarrollo”: esto es, transferir a los grupos empobrecidos económicamente las condiciones sociales, recursos y habilidades (vía programas del Estado e inversión privada) para que, ante la ausencia de recursos y capacidades propias para superar la pobreza, puedan salir de ella (ergo, mejorar sus condiciones materiales de vida).10
El Estado mexicano, en el marco de la iniciativa aprobada en el Senado y los foros de consulta del INPI, le ha propuesto al pueblo afromexicano de la Costa Chica una ruta de reconocimiento que trae enredadas operaciones no explicitadas asociadas a una concepción de desarrollo. Esta operación soterrada impone a las autoridades e integrantes del pueblo afromexicano un ejercicio de articulación discursiva que hasta la fecha no ha construido ¿Cuál es la concepción afromexicana de desarrollo? Sería una operación neocolonial asumir que la ausencia de un discurso afromexicano sobre el desarrollo evidencia que no posee la potestas para construirlo o, lo que es más racista, suponer que no tiene una concepción de la vida que desea vivir y, por extensión, una mirada sobre lo que carece y requiere para tener una vida en plenitud acorde a su cosmovisión. La exclusión de esta problemática en los debates del proceso realizado por el Senado se revirtió en la Convocatoria del INPI, por lo que al silencio promovido por el Senado y secundado por las OSC afromexicanas le siguió una pluralidad de voces de autoridades territoriales, culturales y de algunas OSC (de mujeres) que plantearon relatos que desmontan la falacia interpretativa que al pueblo afromexicano le niega la potestas de articular discursivamente las prácticas de sus sistemas de vida. Los debates realizados en el proceso del INPI evidencian que existiría otra concepción, pero que no se organizado discursivamente y que, a través de largos procesos de transculturalización con indígenas y mestizos, se ha ido configurando en una constelación de prácticas y sentidos que organizan la vida y la economía familiar y territorial de la comunidad afromexicana de la Costa Chica.
En variados espacios y procesos, hombres y mujeres del pueblo afromexicano han producido un continuo entramado discursivo que se sostiene en una cosmovisión de las prácticas y horizontes de sentido del mundo de vida compartidos. En los distintos espacios generados por el INPI para recavar opiniones y propuestas los afromexicanos han dejado claro que no comparten la concepción moderna de desarrollo que organiza el actuar del estado. Así, por ejemplo, en el proceso de consulta para diseñar el PND 2019-2025, los afromexicanos que asistieron al Foro realizado en Tlapa (Montaña de Guerrero) plantearon que el desarrollo “consiste en respetar las decisiones de las asambleas” y apoyar a las comunidades y pequeño productores con pequeñas inversiones, rechazando las macro inversiones que contaminan el territorio con acero y cemento. La concepción de desarrollo asociada a la democracia directa, potencia la idea que la vida se vive con la participación de todos y que los acuerdos conversados construyen vida, que el “yo” afromexicano no es individual, sino colectivo. A su vez, el cuidado de la tierra remite a un sentido de pertenencia que trasciende lo instrumental (aporta sustento) para instalarse como componente de la identidad.
En dirección de lo anterior, tanto en los encuentros preparatorios para el Foro de Consulta exclusivo del afromexicanos (Copala, Guerrero, 7 junio 19), como en la realización del Foro, las participaciones se dirigieron a proteger la tierra y los recursos que contiene, otorgarle mayor poder a las decisiones de las asambleas de ejidatarios y comuneros para autorizar y supervisar las inversiones privadas y megaproyectos, que se reconozca en sistema normativo afromexicano, se incluya en los programas de estudios del país la historia y aporte a la conformación del país. Respecto de las estrategias de integración social vía el desarrollo, plantean “En el tema del desarrollo se expresó que no se maneje como un concepto en donde el pueblo afromexicano está inmerso en el sistema capitalista, sino [que] se debe considerar nuestra forma de pensar y que se establezca una diferencia que tome en cuenta las particularidades propias de nuestras comunidades” (Resolutivos Mesa Pueblo y comunidades afromexicanas como sujeto de derecho público)
Hasta aquí he situado esta reflexión en la Costa Chica porque, en términos socioculturales y demográficos, se han identificado tres núcleos afromexicanos que poseen distinciones histórico políticas y socioculturales que las diferencian entre sí. Al menos, los afromexicanos de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca tienen diferencias históricas con los afromexicanos del Estado de Coahuila, los llamados Mascogos, que se instalan en el territorio mexicano en los convulsos tiempos de las guerras de independencia, debido a que estaban huyendo de la Guerra de Secesión de los EEUU, a cambio de su permanencia en el naciente territorio nacional, los Mascogos se comprometieron a luchar contra las avanzadas de los apaches y otros grupos de tierras norteamericanas. A su vez, se diferencian de los afromexicanos radicados en el Estado de Veracruz, los llamados jarochos quienes, como los costeños, descienden de los hombres y mujeres que fueron raptados en el continente africano, cruzaron el océano Atlántico contra su voluntad, vendidos como mercancías en la Nueva España y esclavizados durante la Colonia. Los jarochos, salvo connotadas excepciones (como la población instalada en el pueblo de Yanga) son afromexicanos que progresivamente se fueron sumando a los procesos de urbanización y asimilación al proyecto nacional luego que Vicente Guerrero declarara la abolición de la esclavitud en el país. La especificidad histórica de los afromexicanos de la Costa Chica, radica en que se asentaron en lugares alejados de los circuitos políticos y rutas comerciales de la Colonia y del Estado mexicano, organizándose en palenques constituidos (o fundados) por cimarrones y, por extensión, configuraron su vida fuera o en resistencia al sistema colonial, experimentando procesos de interculturalización con los pueblos indígenas que habitaban en la zona, principalmente ñuu savi (mixtecos) y Tzjon Non (amusgos).
Distintas investigaciones de corte histórico y antropológico han constatado que tales especificidades se expresan en el plano simbólico y cultural aportando de manera sustantiva al patrimonio cultural mexicano; también se expresa en la existencia de dispositivos culturales de contención y resolución de la conflictividad social (generada principalmente por diferendos respecto de la tierra), tales como la matrifocalidad y la figura de las autoridades territoriales y tradicionales (comisarios y comisariados, autoridades sociales, locales y líderes de opinión). A ello se suman la persistencia de concepciones del cuerpo y creencias interculturales (sincretismo religioso e imágenes paganas) y una vinculación profunda e identitaria (de vida y muerte) con la tierra. Finalmente, tal como emerge en los distintos espacios que defienden su especificidad cultural, hombres y mujeres del pueblo afromexicano argumentan que ellos, tal como los indígenas, poseen una lengua propia, una lengua que consiste en hablar a “vergazos”.
Todo ello abre una interrogante sobre las prácticas sociales y las concepciones de economía política que posee el pueblo afromexicano que problematiza no sólo la noción de “desarrollo” sino la propia concepción de lo mexicano, en tanto no se ubicaría en la acepción dominante en la institucionalidad gubernamental. El resultado del proceso abierto por el INPI dependerá de que las voces territoriales afromexicanas tengan la capacidad política y social de instalarse en la agenda del reconocimiento. En la medida que logren posicionar su cosmovisión en la normativa constitucional y/o reglamentaria no sólo lograrán que el estado los reconozca en su singularidad histórico cultural, también posibilitará que la sociedad mexicana reconfigure su propia configuración simbólica a partir de incluir la herencia e interpenetración cultural afromexicana que la constituye. Logre o no este posicionamiento en el plano político y normativo, este proceso ha permitido visibilizar a un pueblo sumergido en el tiempo, sepultado en la zona del no-ser, y desde este lugar emerge para trastocar las certezas del estado nación mexicano y, en un plano geopolítico y epistémico, logra contaminar los horizontes de sentido de la sociedad mexicana y resquebrajar los relatos y límites del proyecto civilizatorio moderno.