Resumen: A finales del siglo XIX y en simultáneo con la fundación de la Escuela Nacional de Bellas Artes (1886), se produjo entre los letrados colombianos una serie de discusiones sobre las cualidades estéticas de lo que por entonces se llamaban “antigüedades indígenas”, pero también sobre la propia capacidad de percepción estética de los indígenas que por entonces habitaban el país. Este artículo tiene como propósito enfatizar el modo en el que los debates raciales, en auge durante la segunda mitad del siglo XIX, permearon las discusiones sobre arte. Para ello, invita a suspender la categoría de “arte precolombino” e indagar sobre el modo en el que esta categoría fue tomando espesor a partir de las discusiones analizadas.
Palabras clave:RazaRaza,EstéticaEstética,Arte precolombinoArte precolombino,DarwinismoDarwinismo,Siglo XIXSiglo XIX,ColombiaColombia.
Abstract: Towards the end of the nineteenth century, when the National School of Fine Arts (1886) was founded, a series of debates was waged among Colombia’s lettered élites, questioning the aesthetic qualities of what were known at the time as “indigenous antiquities,” as well as the capacities for aesthetic perception among indigenous peoples. The aim of this paper is to emphasize the way in which the booming racial debates around the second half of the nineteenth century permeated discussions about art. Thus, it invites the reader to suspend the category of “pre-Columbian art” in order to explore how it gained in density as a result of the discussions that we will examine.
Keywords: Race, Aesthetics, Pre-Columbian art, Darwinism, Nineteenth Century, Colombia.
Resumo: A finais do século XIX, e ao mesmo tempo da fundação da Escuela Nacional de Bellas Artes (1886), entre a classe letrada colombiana se produziu uma série de discussões sobre as qualidades estéticas das antiguidades indígenas, como se chamavam por então. Também, houveram discussões sobre a capacidade de perceção estética dos indígenas que ainda viviam no país. Este texto tem como objetivo falar da maneira na que os debates raciais, que floriram na segunda metade do século XIX, atravessaram as discussões sobre arte. Para isso, o texto convida a suspender a categoria de “arte pré-colombiana” e pesquisar sobre o modo em que a categoria foi significada pelas discussões analisadas.
Palavras-chave: Raça, Estética, Arte pré-colombiana, Darwinismo, Século XIX, Colôm- bia.
Dossier
¿Arte precolombino? Raza, estética y evolucionismo en Colombia durante la segunda mitad del siglo XIX
Recepción: 22 Enero 2019
Aprobación: 12 Abril 2019
En la carrera cuarta con calle once, al frente de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, encontramos el recientemente renombrado MAMU (Museo de Arte Miguel Urrutia). Administrado por el Banco de la República, el museo de arte alberga obras de Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, retratos anónimos de monjas que murieron en Bogotá entre los siglos XVIII y XIX, vírgenes del renacimiento italiano, fragmentos de chatarra soldados, acuarelas de la comisión corográfica y cráneos intervenidos, por mencionar sólo algunas de las 5672 piezas de la colección.1 A cinco cuadras, en la carrera sexta con calle quince, se encuentra el Museo del Oro. Administrado por el mismo banco, el Museo del Oro alberga la colección de orfebrería prehispánica más grande del mundo, aproximadamente treinta y cuatro mil piezas de oro y tumbaga.2 A pesar de que algunos visitan- tes puedan extrañarse al ver bolsas de heno expuestas en el museo de arte, para la mayoría de nosotros la distinción entre obras de arte y piezas prehispánicas parece algo natural. Si hiciéramos una encuesta de públicos es probable que la idea de que existan dos museos diferenciados para albergar las dos colecciones lograría conseguir consenso.3 Sin embargo, en Colombia, la distinción entre “arte” y “objetos precolombinos” no siempre pareció tan natural. La simultaneidad de dos procesos hacia finales del siglo XIX, la institucionalización de las bellas artes y el surgimiento de un renovado interés por los objetos indígenas, le abrió el paso a una serie de preguntas, reflexiones, debates y prácticas expositivas que ayudaron a consolidar estas taxonomías. El presente artículo tiene como objetivo reconstruir, de manera parcial, las discusiones y las prácticas mediante las cuales que estos objetos se vieron dotados de nuevos sentidos.
La fundación de la Escuela Nacional de Bellas Artes en Colombia (1886) tuvo lugar al mismo tiempo que la emergencia, a nivel internacional, del concepto de “objeto precolombino”. Vale la pena, entonces, analizar la simultaneidad de estos acontecimientos que, en el caso colombiano, se han estudiado de manera aislada.4 A medida que, a finales del siglo XIX, la naciente disciplina de la historia del arte en Colombia producía interpretaciones sobre los objetos del pasado, la innegable presencia de artefactos indígenas activó una serie de preguntas a la hora de establecer criterios de selección: ¿de qué manera diferenciar “antigüedades”, “curiosidades”, “arte colonial”, “arte primitivo” y “objetos precolombinos”?, ¿qué criterios utilizar para taxonomizar los objetos?¿cómo exhibirlos?
El hecho de constatar el paralelismo entre estos dos acontecimientos y de estudiar su coexistencia nos lleva a indagar por sus posibles interacciones e interrelaciones, y a preguntarnos, por ejemplo: ¿de qué modo intervino el discurso artístico en la interpretación de los objetos prehispánicos? y, a la vez, ¿de qué modo intervino el discurso etnológico en la configuración del concepto de bellas artes en Colombia? Para darle forma a este campo de inquietudes, buscaremos reconstruir una parte de esta discusión, desbordando las fronteras nacionales. A la luz de una constelación de fuentes que, aunque dispersas, se centran en interpretar las exposiciones del momento, proponemos aquí un análisis conjunto de eventos generalmente estudiados de manera escindida, considerándolos como elementos constitutivos de un problema histórico más amplio: el establecimiento de una identidad visual de la nación.
En síntesis, este artículo se centra en estudiar el modo en el que el diálogo transatlántico entre colombianos residentes en el país y aquellos que residían en París, en el contexto de la fiebre de las exposiciones del momento, fue una pieza clave para la consolidación del discurso de las bellas artes en Colombia. Lejos de ser un calco de lo que para el momento se entendía como arte en Europa (que, vale la pena aclarar, no era una sola cosa) el problema al que se enfrentaban los colombianos de la élite tenía que ver con establecer una economía de la visualidad capaz de clasificar los objetos del pasado y, al mismo tiempo, de producir unos objetos que, proyectados al futuro, lograran insertar a Colombia en el concierto de las “naciones civilizadas”.
La clasificación de lo que luego vino a llamarse “arte precolombino” resulta de una negociación con respecto a las taxonomías internacionales en el contexto de los proyectos de producción de un imaginario de nación liderados por las élites y, en especial, por los hombres de letras que viajaban a Europa y consignaban sus apreciaciones sobre las exposiciones. Se trata, como se ve, de un panorama complejo: un “tira y afloje” poco estudiado en la historia del arte colombiano, en el que el “redescubrimiento del pasado prehispánico”5 afecta el discurso de las bellas artes a ambos lados del Atlántico.
Antes de proceder, cabe precisar que los discursos que determinaron las maneras de pensar, discutir y exhibir los objetos indígenas a finales del siglo xix fueron enunciados desde posiciones de poder a las que solo tenían acceso quienes se posicionaban como “blancos”. En el curso de mi investigación no hallé rastros de lo que los propios indígenas pudieron haber dicho o hecho en el marco de esta discusión; su voz es un vacío resonante en el cuerpo de esta investigación.6
En el discurso de apertura de la “Primera exposición anual de bellas artes”, que tuvo lugar en Bogotá el 4 de Diciembre de 1886, Alberto Urdaneta planteó su manera de dar cuenta de los orígenes del arte en Colombia del siguiente modo:
Cuando la gran civilización española tocó sus dianas entre los verdes bosques de América, aquí no tenía el arte más muestras que las de los pocos adelantos alcanzados por la nación Chibcha: sus ornamentaciones primitivas, sus volutas y sus grecas, sus toscos soles de oro y sus imperfectos ídolos de barro. Allí está, cerca de este recinto, el primer cuadro, la primera pintura en tela, que sustituyó a los rojos dibujos de los hijos de Chiminigagua: el estandarte de Quesada: el Cristo llamado “De la Conquista”. De ahí data, puede decirse, la historia del arte entre nosotros.7
Curiosamente, tanto el “estandarte de Quesada” como los “ídolos de barro”, eran objetos del pasado o “antigüedades”, como las llamaban con frecuencia en la época, que habían sido producidas con fines distintos al de la contemplación estética: ambos habían sido objetos rituales, de uso colectivo, diseñados para establecer contacto con la divinidad. La inscripción de estos objetos en el discurso de las bellas artes consistía entonces en una técnica de reescritura: sobre aquello de lo que antes se hablaba en clave teológica se hablaba ahora en clave estética. A la vez, esta transcripción hacía emerger ciertas tensiones y reactivaba prejuicios raciales. De ahí que Urdaneta tuviera que aclarar en qué sentido se podía entender el “estandarte de Quesada” como obra de arte: se trataba de una pintura en tela, el primer cuadro pintado en Colombia, y el criterio que validaba esta afirmación era, por tanto, técnico. En contraste, el criterio que validaba la definición de los soles de oro y los ídolos de barro como algo distinto del arte era de otro orden, y se expresa claramente en el uso de los adjetivos: “primitivas”, “toscos” e “imperfectos”. Valiéndose del primero de estos adjetivos Urdaneta entraba en el terreno de la politización del tiempo que situaba a las culturas no europeas como estancadas en un eterno pasado. Al describir sus obras como toscas e imperfectas implementaba un criterio estético que le permitía establecer un antagonismo con los objetos artísticos que, por definición, debían ser “bellos”.
Técnica y belleza serían así, para Urdaneta, los criterios que permiten definir qué es y qué no es arte. Lo que hacía el discurso al desplegar estos criterios era resituar los objetos del pasado en una epistemología distinta. Su reescritura tanto del “estandarte de Quesada” como de los “ídolos de barro” les asignaba a ambos un lugar en la historia del arte: el primero quedaba inscrito como la primera obra de arte en Colombia; los segundos como aquello que el arte no es. En su manera de negar la artisticidad de los “ídolos de barro” Urdaneta iluminaba por contraste el rasgo fundamental de la nueva epistemología del arte: la belleza.
En coherencia con la postura de Urdaneta, en la “Primera exposición anual de bellas artes” no se exhibieron objetos precolombinos. Sin embargo, junto a pinturas al óleo, esculturas, grabados y bordados, encontramos una pieza “anómala” dentro de la exposición: se trata de una Concepción “hecha en plumas por indios de México [que] pertenece a la iglesia de San Agustín”.8 La crítica del momento no se detuvo a hablar sobre la imagen, pero por su mención en el catálogo podemos inferir que se trataba de una Inmaculada Concepción realizada en la técnica conocida como “arte plumario” y que se encuentra hoy en la misma iglesia9 (Img. 1). En el marco de su tarea de traducir las imágenes católicas al discurso artístico, Urdaneta había pedido a las iglesias coloniales de Bogotá prestar sus colecciones para ser exhibidas en el primer gran relato expositivo de la historia del arte en Colombia. Una tercera parte de las 1200 obras que logró reunir para la exposición eran pinturas de temática religiosa, en su mayoría provenientes de las iglesias y exhibidas ahora en clave secular y estética en la “sección de arte antiguo”.10Fue allí donde se exhibió la pieza mexica.
El arte plumario había sido avalado por la iglesia durante la colonia, pues aunque incompatible con las doctrinas oficiales respecto a la producción de imágenes, demostraba el éxito conseguido por la España imperial en la misión de evangelizar a los “indios”. Las imágenes católicas, realizadas en plumas por indígenas mexicanos, habían sido, además, objeto de deseo de los coleccionistas españoles por esta misma razón, pero también porque la técnica de las plumas despertaba en Europa una serie de imaginarios exóticos sobre los indígenas de la Nueva España.11 Los antiguos objetos indígenas, por el contrario, habían sido generalmente concebidos como un medio de comunicación del que se valía el demonio para impedir la conversión de los indígenas y, por tanto, destruirlos era imprescindible a la hora luchar contra él.12
Hasta el siglo XVIII, sin embargo, la discusión sobre el uso, producción y circulación de imágenes en la Nueva Granada no recurría en modo alguno a criterios como los que aplicaría Urdaneta.13 En el documento De las imágenes de los santos, sus pinturas y esculturas,14 publicado en Santafé de Bogotá en 1774, se exhortaba a fieles y sacerdotes a usar las imágenes religiosas “porque con su vista se mueven los hombres a implorar los auxilios de Dios y a imitar las virtudes de aquellos santos a quienes representan”.15 Al tiempo se pedía revisar el tipo de esculturas que se adoraban en las iglesias “de pueblos e indios” porque algunas de las figuras que se decían representar a María Santísima y al Cristo “no tienen tales imágenes”, por lo que se recomendaba que los curas párrocos quitaran “de las iglesias tales piedras que no tuvieren aprobación ni licencia de los ordinarios”.16
Aunque Urdaneta no discutía el valor de las pinturas de la “Exposición” en clave teológica, su valoración estética del “arte colonial” construía, como bien han señalado Chicangana y Rojas,17 un pasado ligado a la tradición hispánica en función de unos ideales políticos y religiosos que implícitamente permeaban sus técnicas de reescritura de los objetos del pasado. En efecto, sus valoraciones del “estandarte de Quesada”, por un lado, y de los “ídolos de barro”, por el otro, hacen patente la yuxtaposición de dos epistemologías con respecto a la imagen: la una teológica y eclesial, la otra secular y estética. En su empleo de criterios técnicos y estéticos para definir lo que había de contar como arte en Colombia, nada nos dice Urdaneta sobre la belleza o la veracidad de la representación del Cristo de la Conquista: se trata de arte porque es una pintura. Pero si el criterio era técnico, el solo hecho de que fueran objetos de barro no constituía un argumento suficientemente robusto para desechar a las esculturas indígenas del relato del arte en Colombia. De hecho, la misma Concepción en plumas es un ejemplo de la gran variedad de técnicas que se habían recolectado para la exhibición de 1886. Lo que buscaba Urdaneta al pedir prestadas las obras de las iglesias, con seguridad, no era exhibir obras indígenas como aquella Virgen de plumas, sino pinturas al óleo, especialmente aquellas realizadas por Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, el “Velásquez” criollo.18 Pero las epistemologías cruzadas de las que hemos hablado jugaron a favor del “arte plumario” y esta pieza logró entrar la exposición.
El que aquella Concepción en plumas se encontrara en la iglesia de San Agustín era ya el resultado de una batalla discursiva previa en la que se había validado su presencia en el templo. El tamiz de haber formado parte de una colección eclesiástica obró como un filtro, habilitando su ingreso en el templo del arte y haciendo posible la inclusión material de un objeto que verbalmente se rechazaba. A pesar del discurso pronunciado por Urdaneta, que postulaba que el arte habría llegado a Colombia de la mano de los conquistadores y sus estandartes, las plumas mexica, con toda su carga simbólica, lograron fisurar el relato unívoco que el director de la Escuela Nacional de Bellas Artes intentaba consolidar.
Es claro que Urdaneta tenía serias dificultades para mostrar la razón por la cual deberíamos prescindir de los objetos precolombinos en la construcción de una historia del arte nacional. Pero su argumento no inventaba problemas nuevos sino que retomaba, a su modo, una controversia en torno a las cualidades bellas o grotescas y la clasificación artística o etnográfica de aquellos soles de barro y mosaicos en plumas que, justo en aquel momento, comenzaban a entenderse como “objetos precolombinos”.
En su libro Conversación artística, escrito en París y publicado en la misma ciudad en 1887, el dramaturgo bogotano Ángel Cuervo planteaba su postura sobre cómo entender el “arte de los salvajes”. De acuerdo con Cuervo, el arte parece- ría ser una manifestación de todos los pueblos, pues “hasta las tribus salvajes de América y Oceanía […] han mostrado en sus incipientes monumentos predilección por las artes”.19 Pero una cosa era tal “predilección por las artes” y otra muy distinta lo que efectivamente podía considerarse como tal. En una carta dirigida a Rafael Pombo, quien a propósito del recién publicado libro le había consultado su opinión sobre si “todo pueblo fue más o menos artista”,20 Cuervo aclara su posición: “un pueblo por tosco que sea, algunos cantares, alguna música ha de tener, algunos artefactos en que consulte algo más que la necesidad material que ha de satisfacer”.21
No es el caso, entonces, que todos los pueblos produzcan algo que merezca el nombre de “arte”, sino que todos tienen una cierta sensibilidad estética. Esta sensibilidad, sin embargo, solo accede a un desarrollo pleno en etapas avanzadas de la “civilización”. De ahí que Cuervo opte por la siguiente definición del arte:
Ahora en nuestro tiempo y en nuestra cultura ¿qué se requiere para que una producción merezca el calificativo de artística? Según mi entender, que imitelo más que pueda la naturaleza y esté embellecida por el sentimiento. ¿Estas condiciones se encuentran en las obras rudimentarias de infinidad de pueblos? ¿Se puede dar, según esto, el nombre de obras artísticas a objetos que distan tanto de la belleza como de la verdad?22
No es sorprendente ver que tal definición corresponde al modo hegemónico de definir el arte dentro depor la tradición de la Europa moderna en aquel entonces. Pero se trataba justamente de una definición que estaba en proceso de mutación a raíz de las preguntas generadas por los nuevos museos etnográficos y las piezas precolombinas que llegaban a Europa en manos de los americanistas. No obstante, la idea de que el arte europeo era el único verdaderamente universal, aunque cupiera atribuirle una sensibilidad artística innata a toda la humanidad, siguió siendo generalmente aceptada en las discusiones estéticas en Colombia, y ello hasta bien entrado el siglo XX. Por ejemplo, el periódico bogotano El artista hace eco de la propuesta de Cuervo en el artículo “Poesía y bellas artes”, publicado en 1907:
Un viajero inglés, a quien pareció soberanamente bárbara la música de una horda en Oceanía, quiso dar al jefe de la banda, en cuya choza se había hospedado, una idea de los instrumentos y de la música europea. El aspecto de tal instrumental produjo en los salvajes una impresión tal, que a su turno prorrumpieron en grandes carcajadas. Tócase el aria de Los boyeros, ese trozo sencillo, tan conmovedor y tan dulce que los suizos más valientes no podían oír, dicen, sin abandonar las filas del ejército y volver a sus montañas natales. El jefe salvaje se puso primero serio, luego pensativo, y ocultando la cara entre las manos, escuchó largo rato y lloró. Su emoción se extendió a los demás oyentes; durante un rato confundiéronse en la pobre choza civilizados y salvajes, y ya no hubo allí sino hombres que suspiraban por el cielo en un pobre rincón de la tierra. De pronto uno rompió aquel encanto con una exclamación involuntaria, y entonces, el jefe saliendo sobresaltado de su éxtasis, golpeó tan violentamente al interruptor que en poco estuvo no lo matase.23
La música bárbara que percibe el viajero inglés no es más que esa “alguna música” que han de tener los pueblos salvajes de acuerdo con la propuesta de Cuervo.24 Pero aunque la horda de Oceanía, región que al parecer funcionaba como paradigma del salvajismo estético entre los letrados colombianos, producía sonidos y los componía, la verdadera música era la europea, cuya universalidad se demostraba en su capacidad de hacer llorar y, al mismo tiempo, de generar un estado de éxtasis incluso en personas para quienes dichos sonidos no evocaban ninguna memoria, ningunas “montañas natales” que añorar. De acuerdo con el relato, la experiencia estética desnuda es capaz de hacer confundir a “salvajes” con “civilizados”. Sin embargo, esa desnudez estética que logra conmover las fibras humanas sin depender de las experiencias culturales previas, no puede ser producida por una forma de arte que no sea europeo. Se postula así una universalidad que se condensa en el arte de un pueblo que, como diría Urdaneta, es cerebro del mundo y corazón del planeta.25
En efecto, el periodo durante el que Cuervo vive en París coincide con el auge del “americanismo” en Francia. El semanario Los Andes, publicado en París por un grupo de letrados colombianos, planteaba que el americanismo era una rama de las ciencias prehistóricas que se había hecho necesaria por sus diferencias con el estudio de la prehistoria europea. La principal diferencia consistía en un desfase de milenios en el esquema temporal de lo que podía considerarse como prehistoria: mientras que “el hombre prehistórico en el antiguo continente, es el hombre antediluviano […] el hombre al cual se dá esta denominación en la ciencia americanista, es el que habitaba la América antes de la llegada de Colomb [sic]”.26 De ahí que se hubiera acuñado la categoría de antecolombino o precolombino “para designar al hombre prehistórico americano, es decir, anterior al descubrimiento de Colomb [sic]”.27
Una “espacialización del tiempo”28 hacía posible equiparar las culturas de los orígenes míticos de Europa con las culturas indígenas antes de que estas fueran “descubiertas” por Europa, encarnada en Colón. La categoría de “precolombino”, que prontamente sería adoptada por la élite colombiana, nace de esa visión evolucionista del tiempo que enlaza las ciencias –la biología, la antropología, el americanismo– con el imperialismo europeo.29 Curiosamente el arte, que tradicionalmente se ha visto como opuesto a la ciencia, adoptó la misma noción de tiempo.
De acuerdo con Tony Bennett, la gran innovación de los dispositivos exhibicionarios desarrollados durante el siglo XIX europeo consistió justamente en la creación de unos marcos historizados para la visualización de los artefactos humanos. Concurrente con prácticas disciplinarias que procuraban la reproducción verosímil de un “pasado auténtico”, la organización de las exposiciones narraba una serie de estados humanos que inevitablemente conducían a la humanidad hacia el presente, es decir, hacia a la civilización europea y los triunfos inevitables del capitalismo. Las teorías de la evolución, las empresas imperialistas del siglo XIX y el empleo de la antropología, sirvieron de guía a la hora de producir narrativas coherentes en las exposiciones universales, conectando las historias de las naciones occidentales con la de las otras gentes. Pero tales conexiones sólo eran concebibles si se instauraba una separación a través de un ordenamiento en el que las “gentes primitivas”, por fuera de la historia, ocuparían una zona intermedia entre la naturaleza y la cultura.30
Así, por ejemplo, el pabellón peruano en la exposición parisina de 1878 se presentaba como una reconstrucción de aquel pasado, anterior a la historia, de la América precolombina. El arqueólogo Charles Wiener había encargado al escultor Emile Soldi producir en el pabellón efectos en vivo que intensificaran el interés del público por la multitud de piezas “recolectadas” en sus expediciones por Sur América. La arqueología y la escultura coincidirían aquí en su fascinación por el “otro precolombino”, y juntando esfuerzos construirían una ficción arquitectónica que permite comprender la complejidad de las políticas de representación del “otro” en la “Exposición universal” de 1878. Las esculturas de cuerpos humanos, sometidas al canon griego, representaban indígenas peruanos, un hombre y una mujer desnudos y adornados con tocados de plumas. Los cuerpos, que hacían las veces de custodios de una entrada en forma de pirámide maya, estaban situados debajo de las esculturas neo-incaicas que Wiener había encargado a Soldi. Así, a través de una yuxtaposición de tiempos y espacios diversos, se le permitía a un público de mujeres, hombres y niños de la burguesía francesa imaginar a Perú mien- tras paseaban bajo las arcadas parisinas (ver Img. 2 y 3). La fachada del pabellón imitaba al templo de Tiahuanaco, mucho antes del “descubrimiento de Machu Picchu”, y en su interior se exhibía una muestra de especímenes naturales y artefactos provenientes de Colombia, Bolivia, Ecuador y Perú, orquestando una gran fantasía expositiva en la que la América precolombina se construía como una amalgama indiferenciada. A pesar de que la “curaduría” de la muestra no hacía distinciones entre las diferentes proveniencias de los objetos, y prestaba aún menos atención a las fechas de realización de las piezas, tanto la verosimilitud –es decir, la puesta en escena de un pasado que produjera en el espectador la sensación de “estar allí”– como el efecto artístico, habían sido las principales preocupaciones de la muestra.31 Al ocupar dentro de la exposición el lugar de la prehistoria, los objetos “precolombinos” no estaban exhibidos de una manera que permitiera hacer visibles ordenamientos cronológicos o las distinciones entre distintas culturas indígenas, como ocurría con el arte europeo. Todos ellos eran parte de una masa amorfa que representaba el pasado, el tiempo fuera de la historia, en el que habitaban los grupos humanos en América antes de la civilización, es decir, antes de la llegada de Colón.
El pabellón de Perú, a diferencia de los de otras naciones latinoamericanas, no había sido diseñado por delegaciones nacionales, sino por americanistas europeos. Entre unos y otros se puede ver una pugna sobre el modo en el que se quiere representar al subcontinente: para los europeos, el pabellón era la prueba de un mundo primitivo a la espera de su redescubrimiento arqueológico; para los suramericanos, una suerte de artefacto vergonzante que habitaba al interior de un gran cascarón de filiación hispanista.
El semanario Los Andes, que se presentaba como el órgano de difusión de las naciones latinoamericanas en Europa, publicó un extenso recuento de los diferentes pabellones de estas naciones en la exposición del 78 y se dio a la tarea de explicar el escaso desarrollo de las artes e industrias en estos países, para “excusar ante el viejo mundo” las ausencias que se hacían visibles en el Campo de Marte. Anticipándose a responder a una hipótesis basada en criterios raciales, el médico colombiano Luis Fonnegra advertía que si bien era evidente que en tales campos no había un gran progreso en estas naciones, tal estado de atraso no se debía a “defectos de la raza”, y para dar apoyo a su argumento recordaba que “la raza latina no tiene nada que envidiar á las otras razas en cuanto al desarrollo intelectual y físico” y que “la culpa de su poco desarrollo industrial emana de que ha ocupado y ocupa siempre lo más rico y lo mejor del planeta”. La explicación de Fonnegra se basaba en criterios climáticos: en el norte del planeta, donde la naturaleza es modesta, el hombre había tenido que satisfacer las exigencias de la vida por medio del arte y la industria, mientras que en la zona ecuatorial, en perpetua primavera, el hombre no había tenido que preocuparse por estos menesteres.32
La alusión a la “raza latina”33revela un deseo por disipar cualquier sospecha de que los pobladores de las naciones latinoamericanas pertenecieran a una “raza” distinta a la europea. Por este motivo el pabellón de Perú no dejaba de ser proble- mático para la imagen que de esta región se quería proyectar en el “viejo mundo”. Reunidos bajo la coordinación de J. M. Torres Caicedo, comisario y ministro plenipotenciario de la República del Salvador, un solo pabellón albergaba a México, Guatemala, Salvador, Nicaragua, Venezuela, Perú, Uruguay, Argentina y Haití, que contaban con exposiciones oficiales, y también a Bolivia y Chile, que exponían algunos artículos debido a iniciativas particulares.34 Colombia participaba con la iniciativa, también particular, de José Jerónimo Triana, quien exhibió su propia colección botánica y otras pocas colecciones, entre las que se encontraban unos manuales escolares producidos durante la república liberal y que fueron premiados en la exposición.35
Este deseo de continuidad entre América Latina y la “raza” y tradiciones europeas no sólo se manifestaba en el lenguaje. El edificio que compartían los pabellones de los “Estados de la América Central y Meridional” fue construido por el arquitecto francés Alfred Vaudoyer de acuerdo con los parámetros decididos por las propias naciones. Su estilo evidenciaba el modo en el que estas naciones habían decidido auto-representarse: “Nuestro edificio es un edificio español de la época del renacimiento, tal cual se ven hoy en el mediodía de la Península y en algunas ciudades americanas de vieja fundación”.36 No obstante, el relato arquitectónico hispanista se encontraba en relación de antagonismo con la arquitectura del pabellón peruano, en el interior de aquella fachada renacentista: un pasado que se quería negar agrietaba, desde el interior, el relato unívoco que imaginaba y proyectaba a Suramérica como una España en otro lugar. Fonnegra anotaba que la construcción del Perú “merece una mención especial, por lo raro de su estilo arquitectónico, que tanto ha llamado la atención de los visitantes”.37 Pero aunque tal mención especial nunca apareció en Los Andes, el grabado que reproduce el pabellón de Perú deja constancia de la curiosidad que éste despertó en los autores de la revista, pues fue el único pabellón nacional del que se publicó una imagen.
En efecto, tanto las “fieles reproducciones” precolombinas hechas por Soldi en la fachada del pabellón peruano como los 4000 objetos precolombinos que albergaba en su interior habían llamado fuertemente la atención del público, suscitando preguntas no sólo sobre las civilizaciones que habían habitado el continente, sino sobre lo que las estéticas no-occidentales tenían para decirle al arte europeo. El mismo Soldi, alentado por las discusiones que la exhibición de Weiner de 1878 había suscitado, publicó en 1881 un libro llamado Les Arts méconnus. Les Nouveaux Museés du Trocadero (Las artes desconocidas. Los nuevos museos del Trocadero), en el que defendía la necesidad de reevaluar la idea clásica de arte, ejemplificada por las tradiciones griega, romana y renacentista, cuyas producciones eran valoradas “por los adeptos de una cierta escuela que es todavía muy poderosa, como las únicas producciones superiores del genio humano, las únicas capaces de inspirar al artista”.38 El punto de Soldi era que el cánon clásico (grecia-roma-renaciemiento) impedía que obras de “artes industriales” o de “arte medieval” fueran consideradas como arte, pero también que las obras provenientes de tradiciones no europeas necesariamente quedarían excluídas a la luz de ese cánon. Por eso recomendaba reescribir la historia del arte, argumentando que “la historia del arte no es el arte mismo”. Pero la reescrtitura de la historia, necesitaría reevaluar tradiciones estéticas sobre las que se basaban los criterios de inclusión y exclusión: a la hora de aproximarse a otro tipo de arte, por ejemplo al “arte primitivo”, era preciso evitar las infructuosas disertaciones sobre “la verdad, lo bello, lo sublime, para discutir puntos históricos ignorados y ensayar la mejor forma de apreciar los méritos relativos de algunas artes desconocidas”.39
Para Soldi, al igual que para Cuervo, el desarrollo de las artes confería inmortalidad a los pueblos. La inmortalidad de un pueblo, sin embargo, no necesariamente se debía a la grandeza de su civilización, sino al uso de materiales no efímeros: “la necesidad de construcciones duraderas, obligó a la arquitectura de Egipto, de la India, de la China, de América, de Grecia a sustituir la madera del abrigo primitivo por materiales eternos”.40 Pero aunque eternos, las civilizaciones precolombinas tendían a producir monumentos grotescos. Su falta de perspectiva, las figuras representadas siempre de perfil y su precaria composición eran, para Soldi, prueba de que allí no se había producido ninguno de los adelantos artísticos que, en la antigüedad, sólo los griegos habían conseguido.41
La distinción entre “arte primitivo” y “arte antiguo” expone un esquema de clasificación tanto temporal como espacial de la “evolución” artística. Así, aunque el arte griego es “antiguo”, no deja por ello de ser “avanzado”, y ello al menos por dos razones: en primer lugar, por haber logrado adelantos artísticos, como la perspectiva, que según Soldi estaba ya presente en el arte de la antigua Grecia. En segundo lugar, porque el arte griego engendró el arte europeo, en especial el del renacimiento, considerado como uno de los puntos más avanzados a los que la humanidad había llegado en términos estéticos. “Antiguo”, por tanto, no es antónimo de “avanzado”, sino más bien de “primitivo”. Así, por más que Soldi pretendiera establecer nuevas categorías de valoración estética (capaces de desbordar lo verdadero, lo bello y lo sublime), su interpretación del concepto de “arte primitivo” no hacía más que reinscribir, no sólo a los objetos, sino a las personas que habían producido aquel “arte” como distantes en el tiempo, aisladas en un tiempo que sería eternamente prehistórico. A diferencia del tiempo de la Grecia antigua, conectada evolutivamente con la Europa del presente, el tiempo del arte primitivo es un tiempo estancado al que no es posible asignar una etapa anterior, pues representa los primeros estadios de la humanidad, ni una posterior, pues no ha mutado desde entonces.42
El esquema evolucionista de las artes del que se vale Soldi tenía sus fuentes en el Ensayo sobre las razas humanas de Gobineau, a cuyas ideas Soldi había accedido a través de el arquitecto Viollet-le-Duc, discípulo de Gobineau, quien había publicado en 1863. En su introducción al libro Cités et ruines americanes, publicado en 1863, Viollet-le-Duc desarrollaba, partiendo de los argumentos racistas del pensador francés, una teoría sobre los materiales usados en la arquitectura y los monumentos mesoamericanos en la que reinterpretaba las teorías de la evolución y la degeneración de las razas en clave estética.43 A pesar de su racismo estético, Soldi sostenía que toda valoración actual del arte precolombino debía en todo caso tener en cuenta que la mayor parte de las grandes obras habían sido destruidas y que los pocos vestigios supervivientes debían ser evaluados con benevolencia. Por ello, afirmaba, él mismo había esculpido a un niño peruano que nos haría comprender que “la raza a la que pertenecía había tenido que amar y cultivar las artes de manera provechosa, antes de que la conquista hiciera pesar sobre sus espíritus cuatro siglos de miseria y esclavitud”.44
De acuerdo con Elizabeth Williams, si bien los etnógrafos y curadores de los museos europeos tendían a pensar que las piezas etnográficas eran sólo instructivas, y que muchas de ellas carecían de belleza, los objetos precolombinos eran una fuente especial de interés, tanto porque mostraban un alto nivel de desarrollo de las antiguas civilizaciones americanas, como por su aparente independencia de las fuentes de creatividad del viejo mundo.45 En el esquema conceptual que Williams reconstruye, mientras que las obras del mundo clásico tenían un lugar fácilmente determinable en la secuencia de progreso que conducía al arte moderno, y las obras “orientales” habían perdido su cualidad de extrañeza, las obras precolombinas presentaban interrogantes. Así, mientras que las producciones de África y Oceanía se catalogaban sin dificultades como obras de “salvajes”, las obras precolombinas representaban para el siglo XIX europeo un enigma y, por tanto, un desafío. Van Gogh, quien había alimentado su pintura siguiendo la práctica impresionista de imitar las estampas japonesas, al visitar la simulación de un antiguo pueblo azteca en la exposición universal de 1889 la describió como “primitiva y muy bella”, anhelando pintar a las gentes que las habitaron para que así su obra pudiera ser “algo significativo, algo en lo que uno tiene una fe firme”.46 En Colombia, la influencia de las estampas japonesas en la pintura impresionista no fue un asunto ignorado. Por el contrario, se consideraba que dicha influencia reforzaba los argumentos contra el impresionismo y funcionó como una pieza clave para la elaboración de una somatización estética de la “diferencia racial”.
Justo mientras los americanistas, estetas, artistas y etnógrafos en Europa experimentaban aquella fascinación, no exenta de ensoñaciones primitivistas, por las “artes desconocidas”, la discusión racial permeaba también las lecturas que los letrados colombianos proponían tanto del arte académico como de las rupturas estéticas que por entonces estaba sufriendo el arte francés. Cuervo, refiriéndose al salón de “Pintores independientes” –que describía despectivamente como “el sufragio universal de la pintura”, puesto que allí podía llevar sus obras “cualquier embadurnador”– afirmaba que las obras expuestas mostraban no sólo “la degeneración y mengua del arte”, sino también “la locura de los que tales mamarrachos hacen”.47 El desprecio de Cuervo por el impresionismo, que era lo que se exponía en el salón de pintores independientes, se expresaba apelando a una metáfora política, más que a criterios estéticos. Al presentar el “sufragio universal” como causa de la “degeneración” de las obras allí expuestas, se inducía a pensar que una sociedad debidamente jerarquizada traería consigo la regeneración y, por supuesto, el florecimiento del arte.
Esta manera de usar el término “degeneración” para rechazar las propuestas del impresionismo francés a partir de las teorías biológicas del racismo se hace aún más explícita en la crítica de Ricardo Hinestrosa. En su vehemente esfuerzo por descartar la posibilidad de que el impresionismo pudiera ser una tendencia válida en Colombia, Hinestrosa utiliza la distinción entre Nuevo y Viejo Mundo. Mientras que la vieja Europa busca que lo nuevo “venga a librarl[a] de su hastío”, Colombia, siendo “nueva”, debe buscar otros horizontes: “nuestras sensaciones son todavía las de un pueblo nuevo, es decir, vigorosas”. Tomando un sorprendente giro con respecto a las teorías de Gobineau, para quien la mezcla de “razas” conducía a la “degeneración”, Hinestrosa sostiene que nuestras “sensaciones vigorosas” se deben justamente a la mezcla “racial”:
Posible es que los españoles que descubrieron á los chibchas y demás progenitores nuestros, encontraran razas decaídas; pero es lo cierto que el injerto atajó esa decadencia, y que de decadencia no nos viene sino el eco de los quejidos de otros mundos que no están atacados de ella in integrum.48
De acuerdo con este análisis, el “injerto” nos habría vigorizado, puesto que habría “blanqueado” la decadencia de la raza indígena sin heredar la decadencia de la vejez europea. En el argumento de Hinestrosa resonaban los ambiguos replanteamientos que José María Samper había propuesto, unos cuarenta años antes, de la teoría racial de Gobineau.
Hinestrosa argumentaba, en otras palabras, que el mestizaje en Colombia había efectuado una “revigorización” de la “raza indígena” y, a la vez, la interrupción del proceso de decadencia de una “raza blanca” ya degenerada. Francia, por su parte, que habría llegado a una etapa de vejez y decadencia en virtud de su falta de mezcla, daba muestras de su degeneración tanto en lo estético como en lo político. De allí que fuera en ese país donde se procuraba, a través del “mestizaje estético”, detener la decadencia de una civilización que había llegado a su hastío. Pero si “la enfermedad de hastío [sic]” no es nuestra, se pregunta Hinestrosa, “¿para qué imponernos esa moda?” Para rematar su argumento, Hinestrosa–consciente de la fascinación de los impresionistas por las estampas japonesas– se apoya en una teoría racial de la visión y, por tanto, de la capacidad de percepción humana: “creo que, á menos de que cambie nuestro aparato visual, jamás podremos gozar con un cuadro japonés como con uno de Leonardo ó cualquiera de los occidentales valiosos”, y esto porque el arte japonés no es importante en pintura, al menos “desde nuestro punto de vista de poseedores de ojos amoldados á la cultura occidental”:49 El problema, considerando los términos de los que se vale Hinestrosa para formularlo, hace evidente un giro en las relaciones entre “raza” y estética que hemos venido reconstruyendo. Hasta este punto nos habíamos encontrado con procesos de jerarquización entre grupos humanos basados en los objetos que estos producían, en los materiales que utilizaban o en un supuesto desarrollo de sus cualidades sensibles. También hemos analizado dispositivos que escenificaban y, por tanto, hacían visibles los marcos temporales que le asignaban a “salvajes” y “primitivos” la permanencia en un pasado inamovible, mientras que los “civilizados” tenían el privilegio de observarlos desde el tiempo presente. Pero en ninguno de estos esfuerzos se postula una fórmula de jerarquización inscrita en el cuerpo de manera tan clara como en la teoría de Hinestrosa. En su plantea- miento, las diferencias entre los grupos humanos ya no se establecían a partir del grado de “sofisticación” o de “primitivismo” en el terreno de lo sensible, como en Cuervo, sino que se fundaban en diferencias somáticas. Desde esta perspectiva, el grado de desarrollo estético sería el resultado directo del grado de evolución a nivel corporal: “nuestros” ojos se habrían adaptado a la cultura occidental produciendo un cambio en el “aparato visual” en razón del cual aquel “nosotros” era incapaz de experimentar placer visual con obras distintas a las del canon occidental. Pero ¿cómo había llegado Hinestrosa a formular una teoría racial del ojo? ¿quiénes lo acompañaban en esa tarea?
Una vez más aparece en nuestro relato la familia Cuervo, aunque en esta reformulación somática de la diferencia estética ya no será Ángel, sino su sobrino Carlos Cuervo Márquez, quien nos ayudará a reconstruir el argumento. El 22 de junio de 1890 apareció en El reporter ilustrado su artículo titulado “Los colores en la lengua de los paeces”, en el que se presentaba una teoría evolutiva del ojo humano. En el marco de esta teoría, los indígenas figuraban como poseedores de un ojo salvaje, incapaz de percibir la gama completa de colores.
Desplegando una diversidad de saberes que le permitía adoptar una posición de supuesta neutralidad valorativa, Cuervo cruzaba la observación filológica filología y los estudios en fisiología para articular un sistema de diferenciación según el cual la aprehensión sensible del mundo sería distinta en virtud de la “raza”. En primer lugar, Cuervo esbozaba su argumento filológico:
Como sucede con todos los idiomas de los pueblos salvajes, el páez es una lengua bastante pobre. Apenas tienen nombre para designar tres de los colores del iris: Beg, rojo; Lem, amarillo; y Seiñ, verde o azul. Además: Chijmé para blanco ó claro, y Chuch para negro ú oscuro, significando también cerdo y sucio ó desaseado.50
A continuación, Cuervo se enfoca en el uso del vocablo Seiñ, verde o azul en su propuesta traducción, para seguir hilando su teoría. Para ello presentaba una tabla comparativa entre “la lengua de los paeces” y el castellano, mediante la que pretendía demostrar la coincidencia entre el azul y el verde en la primera: “el cielo está azul …cielo seiñ chansá; las hojas son verdes …Puitú ets seiñ-tá”.51 Sin duda, Cuervo daba por sentado que el vínculo con su tío, Rufino José, así como el “trabajo de campo” que había realizado tres años antes en San Agustín y Tierradentro, lo revestían de gran autoridad en asuntos relacionados con el estudio de la lengua; no obstante, refuerza su argumento con ayuda de una hipótesis fisiológica, esta ya no validada por su propia autoridad, sino por la ciencia europea. Así, su segundo anclaje en el saber remitía a un tal Dr. Magnus, de la universidad de Breslau, que en aquel momento se ocupaba en demostrar que:
La percepción de los colores ha tenido un desarrollo progresivo; de suerte que el hombre primitivo apenas podía percibir dos ó tres colores, y eso los más brillantes o luminosos. […] Homero, que es muy rico en epítetos para designar el brillo de los objetos, tiene muy pocos nombres para describir su coloración, é incurre con frecuencia en confusiones análogas a las de los paeces, en los ejemplos arriba citados52.
En efecto, en 1877 el fisiólogo alemán Hans Magnus, inspirado en la teoría de la evolución de Darwin, había dirigido un estudio en el que se “demostraba” que el poeta griego Homero usaba pocos términos para distinguir el color y que, en cambio, se concentraba más en la distinción entre luz y oscuridad, concluyendo que los griegos del periodo homérico veían en blanco y negro y que el sentido del color era un desarrollo reciente de la evolución humana. De acuerdo con este razonamiento, pronto lograríamos percibir las regiones ultravioleta del espectro.53
Como lo reconocía Cuervo, la teoría de Magnus había sido refutada por estudios que argumentaban que tal grado de evolución en el órgano de la vista no podía haberse realizado en tan solo 3000 años:54
La teoría del doctor Magnus ha sido fuertemente combatida y se ha hecho el cargo de no haberla verificado en los salvajes y en los niños. Respecto del primer punto, vienen a apoyarla las observaciones que dejamos anotadas, y en cuanto a los niños, según las observaciones del doctor Gustavo Le Bon, al principio y confunden la mayor parte de los colores, y sólo distinguen bien el rojo.55
Como vemos, Carlos Cuervo perteneció sin duda al grupo de estudiosos que buscaron darle un soporte empírico a la teoría de Magnus. Tres años después de la publicación del mencionado artículo, se publicó su libro Estudios arqueológicos y etnográficos. Prehistoria y viajes americanos,56 en el que dedicaba un capítulo entero a la cuestión de la percepción de los colores, ampliando su teoría aplicándola no sólo a los paeces sino a todas las “tribus” indígenas colombianas que había logrado estudiar. Así, Cuervo se comprometía con la recolección de evidencia (“las observaciones que dejamos anotadas”) para mantener en pie una teoría racista que desde el momento de su formulación ya había sido cuestionada por la ausencia de evidencias verificables en su favor.
El uso del color, como uno de los elementos clave de la pintura, no estuvo exento de las discusiones raciales que tuvieron lugar durante la emergencia del arte académico en Colombia. La apuesta que los gobiernos de la Regeneración hicieron por el arte académico, tantas veces discutido por la historia del arte en Colombia, estuvo vinculada a las lógicas de inferiorización del “otro” propias del pensamiento racial. Así, mientras que la Academia optaba por colores sobrios y por el predominio del dibujo sobre la pintura, el impresionismo, igual que las tendencias de vanguardia que emergían en ese momento, empleaban colores puros, salidos directamente del tubo. Eran estos colores “salvajes”, propios de ojos menos evolucionados, con los que seguramente ni los Cuervo ni Ricardo Hinestrosa deseaban vincularse. Las teorías raciales del ojo y de la visión que hemos venido estudiando establecían una diferencia fisiológica entre la élite letrada y los “otros” habitantes de Colombia. Las estéticas diferenciadas se deducían de esta distancia corporal, determinando a los primeros como más evolucionados, en tanto vinculados al progreso creciente de la civilización. Los indígenas, por el contrario, aparecían en el discurso estético como anclados al pasado de la humanidad. Por un lado, no producían arte sino “objetos precolombinos”, objetos que, como hemos visto, no merecían ser exhibidos bajo las coordenadas temporales y las periodizaciones empleadas para presentar la historia del arte europeo, pues se consideraban pertenecientes a un pasado eterno; por otro lado, los cuerpos de los indígenas eran tratados como un caso de estudio para comprender la evolución biológica de la humanidad, pues se los representaba como vestigios vivos del pasado humano. Dos políticas del tiempo, diferenciadas y condensadas tanto en categorías (bellas artes y arte precolombino) como en dispositivos museográficos, hacían visible, en las ciencias y en las artes, una distancia insondable entre “salvajes” y “civilizados” y, en el caso de Colombia, entre la élite letrada y los “otros” indígenas. Algunas de estas categorías han perdurado en el tiempo y guían aún hoy nuestras políticas culturales.