Resumen: Tras la aparente paz que vivió Colombia con el fin de las guerras de carteles, la generación que creció a la sombra del horror se reencuentra con su pasado. Quienes fueran niños entonces y crecieron con el ruido de las bombas, las ambulancias y los noticieros, ahora convertidos en escritores, testigos de excelencia, articulan sus temores, sus lecturas y sus traumas. Más allá de permanecer en el lugar común de la novela negra hispanoamericana, que pone en evidencia la desconfianza en las instituciones y en la autoridad, estos autores describen una desconfianza en la paz prometida; una convicción de que nunca existió y que, acaso, nunca llegue ser una realidad. En el caso de El ruido de las cosas al caer (Vásquez 2011) se expresan, en una Bogotá contemporánea, los rastros y herencias de la violencia del narcotráfico; en el caso de La casa de la belleza (Escobar de Nogales, 2015), se describe una Bogotá que nunca abandonó realmente la violencia, en donde la corrupción, el crimen y la impunidad se han convertido en la norma. Este escrito propone, de acuerdo con lo que despiertan las dos novelas, discutir si la generación descrita ha perdido en realidad la esperanza.
Palabras clave: paz, esperanza, Colombia.
Abstract: After the deceptive peace experienced in Colombia with the end of drug cartel wars, the generation of people that grew up under a shadow of terror is reunited with their past. Those who were children at the time and grew up hearing the sound of bombs, ambulances, and the news, and who are now writers and first-hand witnesses, articulate their fears, their readings, and their traumas. Far beyond the commonplace of the Hispanic-American crime novel genre, which reveals the existing distrust toward institutions and authority, these authors describe distrust toward peace promises; a belief that has never existed and that, perhaps, will never become a reality. In the case of “The sound of things when falling” [El ruido de las cosas al caer] (Vásquez, 2011), the traces and legacy of drug trafficking violence are expressed in a contemporary Bogotá. Similarly, in “The house of beauty” [La casa de la Belleza] (Escobar de Nogales, 2015), Bogotá is described as a city that never really abandoned violence, and where corruption, crime and impunity have become the standard. Therefore, based on these two novels, this article intends to discuss whether the generation previously described has actually lost all hope.
Keywords: peace, hope, Colombia.
Dossier. Pluralismo, Construcción de Paz y Democracia. 30 años de la Constitución de 1991
La paz que nunca llega
The Peace that Never Comes
Recepción: 24 Septiembre 2020
Aprobación: 20 Octubre 2020
Publicación: 09 Diciembre 2020
El 30 de abril de 1984, con el asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, la guerra finalmente llega a Bogotá. No porque antes no existiera, sino porque ahora parecía real. Ante la perplejidad de una sociedad todavía sensible,el Gobierno nacional dispone una serie de medidas de choque que buscan conjurar el mal que se asoma de manera amenazante y cortarlo de raíz.A este evento que, por su relevancia política, fue ampliamente difundido y que invadió aun los espacios de la vida privada, siguieron más de 60 eventos similares, que fueron perdiendo impacto mediático por el hecho de haberse convertido en habituales.
No quiero aceptar sin más la creencia, muy instalada entre mis contemporáneos, de que Colombia es una nación violenta per se, es decir, que la violencia es una nota característica en la morfología de la nación colombiana. Sin embargo, es fuerte la tentación de aceptar esa realidad como un dato cierto. La memoria de los mayores se plaga de episodios de violencia caracterizados por una crueldad extrema, que inclusive generó en su tiempo apelativos o denominaciones a prácticas sanguinarias. Prácticas que probablemente no habían sido descubiertas en otras latitudes y que se inauguraban y se generalizaban en nuestro medio; por ejemplo, el llamado “corte de franela”, o de otro, denominado “corte corbata”.
Ya desde muy joven advertía mi padre cómo la conciencia colectiva se iba limando; cómo las puntas aguzadas de la capacidad de reproche se iba haciendo romas y todos nos íbamos acostumbrando poco a poco a ver estos hechos absolutamente antinaturales como si fuesen parte de la naturaleza. Lo que entonces llamaba la atención para mentes aun dispuestas al asombro era la sevicia y la forma como los actores, es decir, los sujetos activos de estas formas de violencia se hacían cada vez más sanguinarios, como si hubiesen desarrollado una adicción a ver la sangre correr. Eran los tiempos de la llamada violencia. Entonces se hablaba de la violencia como el coletazo o el remanente de un conflicto perpetuo entre los partidos políticos (liberal y conservador), que había tenido como antecedente la guerra de los mil días y las otras tantas guerras civiles (aquellas en las que participó el coronel Aureliano Buendía). Los protagonistas de la violencia fueron los entonces llamados bandoleros, entre los cuales destacan personajes que entonceseran para los colombianos unánimemente reprochables y hoy, creo, de triste recordación, como Chispas o Sangre Negra.
Entre la bruma de mi memoria aparecen imágenes instaladas desde muy temprano que me asaltan con el recuerdo de las sirenas de las ambulancias, patrullas policiales, camiones de bomberos, tras algún episodio que no he logrado fijar precisamente. Si fue un atentado en una estación de policía cercana, una droguería o el mismo asesinato de Rodrigo Lara. Lo cierto que es que las sirenas no callaron hasta bienentrada la mañana. El recuerdo de esa noche es el rito de iniciación de mi vida como colombiano. Un sonido que debería ser efímero, que debería oírse y apagarse, que debería silenciarse, anunciando que el peligro ha cesado, se perpetúa toda la noche y muchas más, entre las que sucedieron, las que recuerdo y las que soñé.
Poco tiempo después se incorporan en ese mismo repertorio de retratos de mi tiempo las llamas del palacio de justicia y las imágenes aterradoras de los magistrados sacrificados en el luctuoso episodiode su toma violenta por parte de un grupo guerrillero fletado por el narcotráfico. Me tomó años despojar las connotaciones sombrías de la palabra magistrado.
Por esos días la memoria empezó a poblarse hasta atiborrarse de datos provenientes de aquí y de allá, originados en hechos de violencia indiscriminada que causaban daño de manera aleatoria a grupos cada vez más amplios de la sociedad. Entonces la percibíamos cercana, golpeadoa nuestra puerta. Había alcanzado a familiares y a amigos, y destruido lugares que frecuentábamos. Fue como si hubiera habido una toma de las ciudad por parte de los violentos. Fue en ese momento cuando los de mi generación fuimos secuestrados por el miedo, nos arrebataron la mejor parte de los parabienes de la juventud.
El Estado consiguió, unas veces, a través de alianzas perversas y, otras, mediante el ejercicio de la fuerza, diezmar el poder guerrerista de los carteles de la droga o, cuando menos, diseminarlo. Surgió en algún momento la falsa sensación de que el terror se había alejado, es decir, había sido puesto fuera de los límites de la ciudad.
Un adocenamiento de la conciencia colectiva que sobrevino dejó como resultado que, una vez desmantelados los carteles y, por tanto, la proximidad de la amenaza, se percibiera cierta tranquilidad. Estoy hablando, por supuesto, de la percepción que un niño citadino puede llegar a tener. La violencia no cesó, se desplazó y así mismo desplazó a sus víctimas. Pero, mientras las masacres se dieran en el Vaupés o el Guaviare, no parecían ser reales. Los muertos ahora son bajas, y los números se vuelven indistintos: si son diez o cien, se pierde la noción de su realidady su significación; se pierde de vista que lo que está en la mira de los violentos es la vida misma.
Lo otro, lo ajeno, lo extraño están asociado con el miedo. En primer lugar, hay un miedo a que se desestabilice lo estable; en segundo lugar, existe un temor a que se sustituya lo conocido. La clasificación general que los griegos y los romanos dieron a los extranjeros fue la de bárbaros.¿No estábamos, acaso, replicando el modelo? Eran pueblos distintos a aquellos que así los nombraban; pero eran también distintos entre sí: no pude pensarse en nada más dispar que un celta y un tártaro, un persa y un vikingo. Considerados temibles, ignorantes, más cercanos a las bestias que a los hombres. Es una lástima que no hubieran dejado, estas tribus, testimonios escritos, pues quienes escribieron, desde el desconocimientoy el extrañamiento, lo hicieron bajo el influjo del miedo. De la misma manera, la guerrilla, los paramilitares y los soldados se fundieron en una misma denominación sinónima de la violencia. Una vez descompuesto el imperio romano, las ciudades se envuelven sobre sí mismas cortando casi por completo la comunicación entre sí. Las leyendas bárbaras se funden con las propias, y las tímidas identidades nacionales empiezan a germinar a la sombra del bosque, de lo oscuro, lo desconocido: el miedo. Desdelos salteadores de caminos hasta las brujas, duendes y ogros, incluso el fabuloso lobo, asechan en el umbral de las ciudades, que se protegena la luz de los ayuntamientos y las parroquias, de lo que ha quedado convenientemente fuera de los muros. Cuando las ciudades colombianas fueron cercadas, de alguna manera macabra repetíamos el patrón.
En momento los jóvenes citadinos empezamos a recibir las noticias de la violencia como hechos remotos, si bien escabrosos, cada vez menos asombrosos. Se traban de guerras territoriales entre delincuentes que ya empiezan a poner en evidencia que no se trataba de luchas altruistas o ideológicas, sino, simple y llanamente guerras por el control de la economía subterránea basada fundamentalmente en las practicad del narcotráfico, la extorsión, el secuestro y la minería ilegal. La divulgación periodística de estos eventos todavía parecería llamar las cosas por su nombre al igual que a sus protagonistas. Se multiplican las abominables prácticas de las tomas de poblaciones rurales con su ominoso resultado de masacres y genocidio. Una vez más, parecería que el Estado alentaba alianzas con algunos de los enemigos de la legalidad para derrotar a otros. Las ciudades replicaban aquella actitud feudal tan bien descrita en el cuento de “La máscara de la muerte roja” de E. A. Poe (1969), en el cual el príncipe Próspero decide aislar lo más granado del reino para así evadir la peste que asola sus dominios. Creo que aquí todos sabemos cómo termina el cuento.
El mal no ha podido dejarse afuera. Esa es tal vez la descarnada realidad que las novelas antes mencionadas nos enseñan: el eco distante de las guerras del narcotráfico regresa a la Bogotá de Vásquez (2011), mientras que la llamada violencia común campa a sus anchas en la de Escobar de Nogales (2015). Al igual que el monstruo de Frankenstein, Drácula, el hombre lobo o, más precisamente, Dr. Jekyll, el mal y el miedo están dentro (Stevenson, 1994). Estos personajes tienen un componente humano. Este hecho, que fue muy importante en la estética después del siglo xviii, ahora resulta determinante en la historia de nuestra actitud ingenua y acomodada frente a la violencia. Resulta que el mal siemprese había catalogado como resultado de lo otro. Nunca el discurso propio es el malo, sino el ajeno. Es necesario dar un paso más: los muros que protegían a los parroquianos no son tan herméticos, y el mal se acerca aún más, puede estar dentro de nosotros. Si alguien es mordido por el hombre lobo o por Drácula, puede convertirse en el monstruo. Esto cambia las reglas. “¿Pero qué mortal puede vencer a un monstruo engendrado porsus propios sueños? La imaginación ya está vencida en el momento que ha creado al enemigo. El resultado es la causa misma del combate” (Bierce,1974, p. 161).
Entretanto la contemporización con las prácticas sistemáticas de transgresión de la ley y de toda forma de orden, la creencia instalada de que al final todo es negociable, puesto que ya no existe referente objetivo de ninguna transacción, ha permeado todo el tejido social. El lenguaje que era usual para separar lo vil de lo precioso, lo justo de lo injusto, lo legítimo de lo deletéreo, se plaga de eufemismos, bajo el ropaje de un nuevo derecho, de una nueva legalidad e, inclusive, de una nueva inconstitucionalidad. No obstante, ya los vínculos de la sana convivencia están heridos; la capacidad de dañar ha penetrado todas las capas de la vida social, y nos hemos hecho tolerantes frente a las múltiples formas que adquiere el delito para penetrar incluso la vida cotidiana en cualquier escenario: en el trabajo, en el transporte, en la calle, en el parque, en el barrio. El jefe o el subalterno, el juez o el secretario, el funcionario o el ciudadano, el transeúnte, el vecino, cualquiera es víctima, cualquiera es victimario. Hoy estamos en estado de sitio desde el interior, desde nuestros corazones. Bajo el pretexto de que “la justicia no puede ser obstáculo para la paz”, nos han sentado a negociar nuestro derecho a vivir sin miedo y este no se negocia. Hemos sido llamados enemigos de la paz. Somos, parece, los únicos que la estamos buscando.