Resumen: A partir de la pregunta sobre cómo se fomenta la violencia de Estado, este ensayo busca vincular el problema de la representación de la policía en fotografías con la escritura de la historia del siglo XX. A través de una serie de fotografías localizadas en el archivo Casasola, la policía aparece como uno de los personajes principales en el registro de escenas con cadáveres, estableciendo así un régimen escópico asociado a un espíritu de orden y modernidad tras el proceso revolucionario. En este análisis, la fotografía sirve como fuente y soporte documental de algunos crímenes; sin embargo, su legibilidad depende del azar de un archivo en permanente (re)construcción.
Palabras clave: Violencia, fotoperiodismo, policía, archivo Casasola, México.
Abstract: Based on the question of how State violence is promoted, this essay seeks to establish a relationship between the problem of police representation in photographs and the writing of 20th-Century history. Throughout a series of photographs from the Casasola archive, corpse-scene records portray the police as one of the main characters, thus establishing a post-revolutionary scopic regime associated with a spirit of order and modernity. In this analysis, photography serves as a source and documentary support for some crimes; however, its readability relies on the random fate of a file in permanent (re)construction.
Keywords: Violence, photojournalism, police, Casasola archive, Mexico.
Dossier
La policía y el cadáver Experiencias escópicas desde el fotoperiodismo a principios del siglo XX
The Police and the Corpse. Scopic Experiences from Photojournalism in the Early 20th Century
Recepción: 31 Enero 2020
Aprobación: 01 Junio 2020
A través de los objetivos de las cámaras de los hermanos Casasola1 se retratan combinados orden y caos, visibilidad e invisibilidad, investidura y rito, vida y muerte. El orden impuesto en la fotografía “Policías mostrando el cadáver de un hombre en el suelo” (fig. 1) retrata una escena del México revolucionario: dos gendarmes señalan al centro de la escena. Ambos se asoman a una zanja mientras apoyan los pies en pequeños bultos de tierra fofa, mientras sus macanas se mantienen ingrávidas en un costado de su uniforme. Con actitud de explorador2 señalan el centro de la escena, de donde emerge un espacio en blanco que parece devorar las manos de los policías. En ese espacio se concentran orden y caos dentro de un contexto de fragilidad social.

En esta impresión en positivo a partir de una placa en negativo, tomada al aire libre, observamos una sinuosa hilera de árboles desenfocados que domina el horizonte, un paisaje indistinguible a espaldas de los policías. El descampado sugiere el tratamiento de una escena propia de la posguerra en alguna de las prefecturas de la Ciudad de México de esos tiempos. Aunque la placa se encuentra archivada en la Fototeca Nacional, no se ha localizado aún su publicación en la prensa de aquella época.
Señalar con el dedo es la forma más amenazante y autoritaria en el catálogo de mímica policiaca. En la diligencia retratada, sirve para indicar el hallazgo de un cadáver, condicionando así un ritual del Estado para exhibir u ocultar los muertos a su conveniencia. La investidura policiaca ejerce el ritual de señalar lo caótico para, al mismo tiempo, contener el orden instaurado.
La gestualidad de las manos permite integrar un amplio espectro de fuentes que versan sobre el tema. Para que el arte y, en específico, el discurso comunicara y persuadiera debía dominar la gestualidad, asunto que desarrolló Aristóteles en su teoría de los afectos en el segundo libro de la Retórica.3 La fuerza comunicativa de las manos es polisémica y, dentro de ella, existe una forma que remite al poder de la divinidad, de la palabra y de la referencia.
La concepción de la Dextera Dei, la mano de dios que juzga en lo interregno, se origina con el culto a dioses helénicos como Zeus Serapis y de Sabazios, en las representaciones del dios que bendice con la mano derecha, cerrando el dedo meñique y el anular, levantando el índice, en medio de los cuales irradia luz. En relación con esta imagen helenística, la iconografía hebrea también hizo de esta mano el motivo para plasmar la divinidad. Al tiempo, los primeros cristianos adoptaron la mano de dios como un ícono de protección y bendición. La mano que señala aparece en dos contextos desde su origen en la iconografía románica. Por un lado, forma parte de una escena, se inserta e irrumpe como un elemento protector, apotropaico y salvífico. Por el otro, aparece aislada sin establecer una relación con otras figuras.4 Ambas formas son reconocibles en el arte románico, tardo medieval y renacentista, en las cúpulas de catedrales en escenas del bautismo de Cristo o como motivo decorativo en los ábsides.5
Ya en el siglo XVII se intentó especificar cómo los afectos actúan en los individuos a través del estudio de la gestualidad de las pasiones. El gesto como el único discurso natural del hombre comenzó a clasificarse por los estudiosos enciclopédicos. En los tratados de quirología, o del lenguaje de las manos, se analizó cómo la gramática gestual adquiere sentido a través de la espontaneidad de los estados de ánimo.
John Bulwer, precursor en el lenguaje de señas, discute el uso de los gestos manuales en la práctica de la retórica en su Chironomia (fig. 2). Dentro de su Tratado de quirología, publicado en 1644, en la sección de “Dactylogia”, analiza la gestualidad de los dedos. El gesto VI de su tratado nombra al dedo índice como indico, una expresión de orden y de dirección, el gesto más demostrativo de la mano; el dedo índice, nombrado por los latinos index ab indicando y por los griegos deicticos, significa: “se ha demostrado”. Por ello, algunos de los dioses de los cielos se les llamó Dii indigiti, porque estaba prohibido nombrarlos y señalarlos. Bulwer reconoce que la fuerza de este dedo al señalar a los hombres notables ha sido aludida por muchos de los autores clásicos.6

A pesar de la poca divulgación de la obra de Bulwer, es posible apreciar los intentos que se han hecho de clasificar y comprender las expresiones humanas en la historia del arte. Los intereses que Charles Le Brun plasmó en sus dibujos sobre las pasiones fueron estudiados en las imágenes por Aby Warburg. El intento de rescatar la huella mnémica en la supervivencia de las formas en el proyecto del Atlas Mnemosyne es quizás un claro ejemplo del conocimiento genealógico de las semejanzas. En sus últimos escritos, que acompañaban el trabajo inconcluso, define que la Pathosformel -la forma del afecto que cumple una función emotivo-cognoscitiva- es el vínculo que activa a la imagen en el observador.7
Desde esta perspectiva analítica, las imágenes remiten a modelos icono-mitográficos del pasado. Es su sobrevivencia en el presente -a través de un archivo- la que ofrece un pasado irresuelto que se reactiva en algunas de las fotografías violentas del México actual. Dicha condición sugiere pistas que advierten una relación histórica de la mirada sobre la policía, los cadáveres y la fotografía.
En el universo iconográfico de la Revolución Mexicana se dificulta una legibilidad histórica que contribuya a una formación de memoria sobre la relación mencionada en el párrafo anterior. A través de un estudio de fotografías relacionadas con la muerte en El Mundo Ilustrado y El Universal Ilustrado, Marion Gautreau plantea que las imágenes de cadáveres publicadas en la prensa eran infrecuentes y escasas. Con el afán de mantener “el orden, la publicación de estas fotografías responde efectivamente más a una postura ideológica que a una simple necesidad informativa”, razón por la cual se ven las fotos de los cadáveres de los enemigos, antes que de aliados. “Los cadáveres fotografiados casi siempre pertenecen a aquellos que son considerados como rebeldes o bandidos en un momento dado. Las imágenes resultantes son publicadas para mostrar a los enemigos del orden y de la paz.”8
La escena del archivo Casasola (fig. 1) contiene una teatralidad inherente a la práctica fotográfica, la puesta en escena conlleva un ocultamiento oficial: “vean aquí”, nos indican los uniformados. En este caso, la luz al centro genera una falta de legibilidad en la fotografía. En el juego de señalar y ocultar, el gendarme nos invita a mirar, a ser testigos del acontecimiento. Su gorra de plato produce una sombra de mediodía sobre su mirada, que con autoridad se dirige hacia la cámara. Nos invita a contemplar su escena, como si fuéramos el homicida que regresa a ver su crimen.
A finales del siglo XIX el cadáver ya estaba enraizado en el imaginario. Esta idea podría reflejarse en un pasaje enclavado en una pintura reprografiada en la Colección Felipe Teixidor, donde se rompe el tiempo lineal gracias a la cognoscibilidad que posibilita el archivo (fig. 3). El gendarme, lámpara de queroseno en mano, hace un surco en la oscuridad hasta iluminar un cadáver semidesnudo. La luz de la calle es tan débil que apenas se distinguen un farol y un portón cerrado, propios de una ciudad afrancesada en la penumbra de la modernidad. En la esquina de una acera de la Ciudad de México hay un cadáver derramado. La luz sirve para confirmar la evidencia de que el progreso urbano implica ordenar el espacio público.

En esa época cuando el aroma de aceite quemado se mezclaba con el del desagüe, el diario oficialista El Imparcial reportaba la escena de un homicidio en la calle de la Escobillería, en la Ciudad de México: “… y entonces el guardián se inclinó para levantarlo, sintiendo que sus manos se mojaban en sangre que manaba del pecho del desconocido, que tenía una terrible puñalada”.9
Al poner la lámpara de queroseno sobre el cadáver, la pintura emerge como formato para representar la fragilidad del orden social; además de mostrar los avances de la técnica. En términos pictóricos, el artista proyectó una imagen determinada por otras imágenes contenidas en esa misma época. Los trazos muestran una experiencia académica dada la composición del cuerpo en escorzo, una demostración de maestría en los estudios anatómicos de la Academia de San Carlos.10
En esta pintura el artista concibe el mundo a partir de la perspectiva. Retratar un tema de la vida cotidiana, alejado de la idealización romántica, supone un gesto de modernidad y progreso en las artes. Delinear la banqueta, por ejemplo, habla del espíritu cívico. Representar al gendarme iluminando un cadáver indica un ordenamiento sobre los cuerpos que no deben ser vistos durante el día. Jesse Lerner, quien analiza las fotografías criminales en los años posteriores al levantamiento armado, explica el sentimiento de angustia que generaban este tipo de representaciones, asociadas a conservar un espíritu ordenador. “El Estado mexicano de mitad del siglo XIX estaba preocupado por la vigilancia, el control y la represión. Los principales gastos del gobierno de la Ciudad de México eran las cárceles, la iluminación y vigilancia de las calles…”11
El sistema policial mexicano se mantuvo vigente de 1870 a 1928. En todos esos años se duplicó la burocracia y el número de efectivos de policía en la Ciudad de México. A pesar de que era un trabajo reglamentado, el gendarme era seleccionado a discreción de comisarios e inspectores bajo la consigna de hacer cumplir la ley. “En particular, los gendarmes fuesen peatonales o a caballo, tendieron a ser una burocracia de banqueta, pues lejos de prevenir delitos gestionaban cotidianamente los límites del desorden.”12
En Seis siglos de historia gráfica de México (fig. 4), Gustavo Casasola distingue al sereno del siglo XIX como el antecesor del gendarme, que también era llamado “vecino”, “cuico” y “tecolote”, cuya labor era resolver los líos propios de la convivencia urbana, “tipo popular que resistía estoicamente el frío, el calor, la lluvia, las impertinencias de los borrachos y útil para los enamorados que ofrecían su escalera para llegar al balcón de su amada”.13
El reglamento policiaco expedido el 15 de febrero de 1897 estipulaba el código de comportamiento ante el público:
El gendarme deberá ser atento y decente en su lenguaje, serenos en el peligro, enérgico en sus mandatos, no sonar el silbato sino para asuntos del servicio, cuidará el tránsito para que los carruajes caminen siempre a la derecha, en los cruceros permanecerá de pie y vigilará las calles a su cuidado haciendo rondas cada media hora, por las noches se cerciorará de que las puertas y ventanas de las casas estén bien cerradas, cuidará a las personas que en vía pública ofendan a las damas.14

El reglamento revela ante todo un orden moral y la germinación de una vía policial del orden que ya había comenzado, en parte porque la sociedad porfirista no quería escapar a un modelo de representación del mundo basado en la norma de orden y progreso: una nueva nación afrancesada con calles perfectas basadas en un sistema de vigilancia y aislamiento del individuo. En Sospechosos, Pablo Picatto da cuenta de los detalles en los que la sociedad se fue conteniendo:
Las cosas claramente empezaron a cambiar con la restauracion, en 1867, de la Constitucion de 1857, la aprobacion de los codigos civil y penal a principios de la decada de 1870, y el ascenso de Porfirio Diaź a la presidencia en 1876. El regimen porfiriano (1876-1911) logro controlar el bandolerismo y la disension politica,́ salvaguardar los intereses de inversionistas privados, y poner en vigor la legislacion liberal en torno a la propiedad, con el consiguiente despojo de una gran cantidad de campesinos y la acumulacion de riqueza en manos de las elites nacionales.15
Con la Revolución Mexicana los hermanos Casasola encontraron y produjeron una mirada ajena a las representaciones oficialistas del porfirismo. Vías de tren dinamitadas, ahorcados, fusilados, muertos en fuego cruzado y balas perdidas son escenas existentes en su acervo histórico. Como en las tramas policiales, las fotografías de Casasola plantean enigmas: abren un laberinto de interpretaciones, con velos y sombras, fogonazos súbitos que desubican la mirada, parpadeos en la densa materia de la historia. Sus fotografías dan muestra de un orden interior al Porfiriato, permitiendo formular un relato de lo político en relación con la contención de un orden a través del cuerpo de policía.
Es en el contexto de este espacio urbano fragmentado, producto tanto del desden como de la discordia, que debe comprenderse a la policiá de la Ciudad de Mexico. Los policiaś estaban con frecuencia atrapados en la contradiccion de servir a un proyecto de modernizacion y responder a las exigencias de la poblacion urbana de la que proveniań.16
Las imágenes son sobrevivientes, herederas de atribulaciones inciertas, en una búsqueda de significado entrelazado con los pasados y los presentes. En un intento por trazar nuevas rutas en la interpretación de los archivos, Lerner explica que las imágenes de Casasola forman parte de una cultura visual creada por los programas de gobierno. “La fotografía criminalística del archivo Casasola, que circulaba ampliamente en periódicos y revistas especializadas en la materia, tuvo un papel decisivo en la creación y definición de la angustia con la que México entraba en el mundo moderno.”17
La angustia referida por Lerner se puede leer a través de la descripción del robo de un automóvil realizada por Amado Nervo, quien también dio cuenta de la imagen que se percibía de la policía a finales del siglo XIX:
Más yo tengo para mí que la magia está donde siempre ha estado,
es decir, en la octaviana paz, en la olímpica pereza de la Policía.
Esta tiene ojos y no ve… ni una calandria que se llevan,
y no verá tampoco mañana un tranvía que desaparezca.18
Que la policía sea descrita como perezosa e incapaz para resolver los asuntos de la vida cotidiana guarda una influencia del pensamiento político de la época descrito en el panfleto La conquista del pan, publicado en Francia, lugar de la invención del concepto de policía, y que Kropotkin criticaba en 1892: “un vasto conjunto de tribunales, jueces, verdugos, policías y carceleros es necesario para mantener los privilegios. Y este conjunto se convierte en el origen de todo un sistema de delaciones, engaños, amenazas y corrupción”.19
Como podemos deducir, la policía posee un carácter de ambigüedad, por un lado, su presencia trata de restablecer el orden y al mismo tiempo anuncia la fragilidad del orden establecido; por otro lado, los policías tranquilizan al constatar la evidencia del homicidio (fig. 5). Sin embargo, lo que vemos como desoculto en la fotografía -la autoridad que señala con el dedo- se repite dos décadas más adelante, ya terminada la Revolución Mexicana e institucionalizada la policía en la Ciudad de México. El cadáver ya no está en la calle, sino en la morgue, donde se le estudia e identifica.

La mirada policiaca exhibe su presencia fija, rígida, en una dialéctica con el cadáver, mostrando la inevitable metamorfosis de su existencia a lo largo de la historia: de la calle pasa a la morgue, donde el cadáver es nuevamente fotografiado y señalado. Sobre la plancha, el cadáver está rígido. La pared percudida de una morgue enmarca a dos hombres de traje. Uno más elegante que otro, por supuesto, porque en la vida judicial siempre hay jerarquías que someten al novato. Es una suerte de lección, de transmisión de conocimiento de quien sabe reconocer un cuerpo rígido ya, con la palidez aterradora de la primera noche de muerte.
El acecho de la policía sobre el cadáver no es una manifestación macabra, ni grotesca; es la demostración de un acto de la vida civil en 1935 en la Ciudad de México. Lerner da cuenta de la evolución del fotoperiodismo en relación con los elementos de reconstrucción de las escenas criminales en México.
La criminología y el fotoperiodismo habían cambiado con el paso de la Revolución. En el nuevo orden social que penosamente surgía de las cenizas del anterior, el crimen obtenía una nueva significación, no como síntoma de inferioridad y retraso de la población en su conjunto, sino al contrario, como prueba de la nueva modernidad emergente.20
La mirada del fotoperiodista es la del extraviado atento, como refleja una fotografía que documenta un homicidio en un interior que recuerda compositivamente a la pintura antes mencionada.21 En la foto aparece un cadáver con traje en un escorzo de piernas abiertas, a su derecha lo acompaña un detective que se encuentra al margen de la escena (fig. 6). Lleva su mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón mientras sostiene un sombrero. El movimiento de su pie indica que quiere salir de la escena; su mirada ya no está en el cadáver, se desplaza fuera del marco. El fotógrafo se coloca en la penumbra y compensa la oscuridad de la escena. El policía se descubre presa repentina del flasheo, una característica intrínseca a la portabilidad de la fotografía, lo cual permitía registrar esos sucesos.

En 1925 László Moholy-Nagy escribió: “Desde la invención de la fotografía, y a pesar de su formidable difusión, nada ha alterado de manera radical su principio y su técnica”.22 Lo importante de la mirada es la relación que se establece entre sujeto y objeto, en este caso, entre policía y fotógrafo, quienes conjuran una actividad performativa donde la autoridad se presenta a sí misma ante la cámara y, al mismo tiempo, la ley presenta la evidencia, buscando así un camino a la verdad y al restablecimiento del orden.
El archivo Casasola no se trata de un archivo a la manera del diario de guerra de Bertold Brecht basado en recortes de fotografías de prensa en un esfuerzo por crear una “nueva capa de apariencia”,23 las fotografías del archivo Casasola están heredadas al destino, al montaje de historias y visualidades con geografías y épocas distintas.
En cuanto al conocimiento generado a partir de las imágenes en ese archivo, los testimonios varían y suscitan diversas interpretaciones. John Mraz, quien se ha encargado de dibujar algunas rutas de pensamiento crítico acerca de la fotografía del periodo de la Revolución Mexicana, describe el cúmulo de fotografías como la cristalización de una reflexión sobre la historia y la política, meramente un asunto de poder.
En 1988 el PRI consagró el mito de Casasola al elogiarlo en el libro Agustín Víctor Casasola, que forma parte de la serie Nacionalismo Cultural, Forjadores de México. Allí se le llama ‘el cronista gráfico de la Revolución Mexicana’ y se insiste en que ‘Casasola llevó la cámara a todos los rincones donde la historia se desarrolló […] y en toda actividad cívica y militar del movimiento armado, la cámara de Casasola estuvo presente’.24
Las dificultades semánticas de legibilidad no sólo son inherentes a las fotografías en sí mismas; también tienen que ver con el contexto del archivo Casasola. Son fotografías que se abren como un vórtice a la interpretación de la historia y que se emulan unas a otras. Dado el carácter del archivo, es posible entenderlas en función de otras fotografías que no la anulan permitiendo complementar o contradecir dentro de un cúmulo de narraciones posibles alrededor del archivo. Por eso dice Mraz, “para realmente analizar este medio hay que regresar las fotos a los contextos para los cuales se hicieron y dentro de los cuales se han creado sus significados”.25
La historiografía nos permite interrogar a la imagen lejos del mito autoral y aproximarnos a relaciones vinculadas más propiamente con el régimen de la mirada en la modernidad.26 El volumen México, fotografía y revolución forma parte del universo de investigaciones publicadas acerca de la fotografía durante ese periodo. Uno de los núcleos argumentales plantea las condiciones que hicieron posible la visibilización del archivo Casasola y se basa en una pregunta planteada por Claudia Canales: “¿Es la visibilidad fotográfica una garantía de trascendencia y la invisibilidad una versión del olvido?”27
No hay explicaciones que puedan soltarse como una exclamación. La fotografía de la Revolución Mexicana habita en cajones que los historiadores tientan con la vehemencia de un fiel a un santo. Ante las fotografías de la Revolución nos enfrentamos a la secuencia de los hechos. Hay una temporalidad preexistente y cimentada por la historia oficialista. Sin embargo, de forma soterrada, existe una “tensión fluctuante entre lo que se ve y no se ve, entre lo que se revela y lo que permanece oculto mediante un juego de opacidades y transparencias intercambiables y paradójicas”.28
Uno de los modos de acceder a lo “oculto” de las imágenes es alterando su cronología: ir a la fundación de los principios y las razones que llevaron a constituir la policía. Por medio de esta alteración se podrá acceder a otras capas que las fotografías no muestran. Para Didi-Huberman la legibilidad de un acontecimiento histórico depende de la mirada dirigida hacia las singularidades que lo atraviesan. “Benjamin luchó por que la “legibilidad” (Lesbarkeit) de la historia pudiera articularse con su “visibilidad” (Anschau-lichkeit) concreta, inmanente y singular”.29 Walter Benjamin comparó ese proceso con el pabilo de una vela que arde, “aquella combustión de la obra en la que su forma alcanza ya su punto culminante de fuerza lumínica”,30 dentro del cual se puede leer un proceso de formación de verdad.
Todo presente está determinado por aquellas imágenes que le son sincrónicas: todo ahora es el ahora de una determinada cognoscibilidad. En él, la verdad está cargada de tiempo hasta estallar. (Un estallar que no es otra cosa que la muerte de la intención, y por tanto coincide con el nacimiento del auténtico tiempo histórico, el tiempo de la verdad.) No es que lo pasado arroje luz sobre el presente, o lo presente sobre lo pasado, sino que imagen es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación. En otras palabras: imagen es la dialéctica en reposo.31
Esa dialéctica en reposo la podemos interpretar en la fotografía titulada Baúl que contenía un cadáver, fechada alrededor de 1925. Al centro hay un baúl abierto, enlodado. Del lado superior derecho, un gendarme cuida la evidencia, su lámpara aguarda encima del baúl. A pesar de la lluvia ahí están los mirones: una mujer se tapa con un rebozo, otros con paraguas. Son los figurantes, esas personas del fondo que siempre están fuera de foco pero que le dan riqueza al contexto de la imagen. Mostrar lo ausente, lo no enunciado visualmente, permite comprender a las imágenes en su dialéctica, posibilitando una interpretación a partir de una fuerza coercitiva del Estado, organizada a través de las imágenes que contienen un policía en dialéctica con un cadáver.
Entender a la imagen como dialéctica en reposo nos permite contemplar las constelaciones de una violencia que se fomenta a través de la presencia de la policía en estas fotografías. Es la gestualidad de señalar la que se preserva en el imaginario, pues quien señala tiene el poder; sin embargo, no es el poder el que pretende detener u ocultar a las imágenes tal como plantea Didi Huberman, es el poder que produce sus imágenes para mantener el orden social. Fotografiar -pero sobre todo mirar el cadáver- expresa una forma de ordenamiento o, al menos, de simulación, como se observa a los policías que debajo de la lluvia y a una distancia prudente contemplan el baúl: circule, aquí no hay nada que ver.

Su creencia se confirmó cuando lo vió caer en la tierra, y desde luego se dirigió al sitio en que se encontraba el desconocido, para hacerlo levantar.
Los llamamientos del gendarme fueron inútiles, pues que el hombre no se movía, y entonces el guardían se inclinó para levantarlo, sintiendo que sus manos se mojaban en sangre que manaba del pecho del desconocido, que tenía una terrible puñalada.
No se sabe aún, ni el nombre del muerto, ni quién sea el matador; y únicamente sí se ha llegado a averiguar, que la riña debe haberse verificado cuatro calles más lejos, pues que el herido fue dejando un rastro de sangre en el trayectó que recorrió”. “Homicidio misterioso”, El Imparcial, 5 de junio de 1901.






